Redacción
Para entender bien la fiesta de hoy, debemos leer y meditar lo que escribe el Papa Pablo VI al principio de su Exhortación apostólica
El culto mariano:
En la nueva disposición del período de Navidad, nos parece que la atención común se debe dirigir a la renovada solemnidad de la maternidad de María. Esta, fijada en el día 1o de enero según una antigua sugerencia de la liturgia de Roma, está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre santa, por la cual merecimos recibir al Autor de la vida; es, asimismo, ocasión propicia para renovar la adoración al recién nació Príncipe de la Paz; para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la Paz, el don supremo de la paz. Por eso, en la feliz coincidencia de la octava de Navidad con el principio del nuevo año, hemos instituido la Jornada Mundial de la Paz, que goza de creciente adhesión y que está haciendo madurar frutos de paz en el corazón de tantos hombres…” (n. 5).
Para el Papa Pablo VI vale ciertamente la bienaventuranza de Cristo en el Sermón de la montaña:
"Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9).
¡Cuánto hizo él en sus mensajes, viajes y esfuerzos continuos por la paz del mundo! Sin duda en este siglo XX todos los Sumos Pontífices han sido hombres ejemplares, que querían construir puentes de paz (pontífice significa “constructor de puente”). Pensemos también en el Papa Juan XXIII y en su encíclica Pacem in terris (Paz en la tierra).
Los documentos de los Sumos Pontífices escriben bien claro que la paz llegará al mundo sólo por Cristo. Si no se tributa la gloria debida a Dios, si no se respetan los derechos divinos en el orden natural y sobrenatural, ¿cómo se puede esperar alguna seguridad para los derechos humanos?
Según el profeta Jeremías (Jer 6, 14), los falsos profetas que quebrantan al Pueblo de Dios gritan: “¡Paz, paz!”, cuando no había paz. Para ellos, los impíos, vale la profecía del salmo: “En cambio los mundanos serán como la paja barrida por el viento” (Sal 1). “Sólo Cristo es nuestra paz” (Ef 2, 14) y el dogma de su verdadera encarnación y de la dignidad de María como verdadera “Madre de Dios” (Concilio de Efeso, año 431) y “Madre de la Iglesia”, es el fundamento para una “civilización del amor” (Documento de Puebla).
La Iglesia empieza el año nuevo de muy diferente forma que el mundo secularizado; prácticamente ignora las fechas del año civil, en cuanto expresa un continuo circuito sin fin de años.
Para la Iglesia empezó con Cristo un tiempo totalmente nuevo, que continúa hacia una sola fecha: la última venida gloriosa del Señor, al fin del mundo.
La felicidad cristiana no se debe fijar en los bienes relativos y perecederos, sino en el único bien absoluto del hombre “peregrino”: su unión con Cristo y el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, por medio de la fe, una fe tan grande e incondicional como la de María en su peregrinación difícil y dolorosa por este mundo.
Para la fiesta de hoy podemos meditar lo que dice el Concilio Vaticano II, en su Constitución dogmática sobre la Iglesia, acerca de María:
“Entre tanto, la Madre de Jesús, así como ya glorificada en los cielos en cuerpo y en alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en la tierra, hasta que llegue el día del Señor (II Pe 3, 10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de segura esperanza y de consuelo”. (L. G., n. 68)
“Según el plan de Dios, en María “todo está referido a Cristo y todo depende de Él” (M. C., 25). Su existencia entera es una plena comunión con su Hijo. Ella dio su sí a ese designio de amor. Libremente lo aceptó en la anunciación y fue fiel a su palabra hasta el martirio del Gólgota. Fue la fiel acompañante del Señor en todos sus caminos. La maternidad divina la llevó a una entrega total. Fue un don generoso, lúcido y permanente. Anudó una historia de amor a Cristo íntima y santa, única, que culmina en la gloria”.
D. P., n. 292