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esde hace prácticamente un mes los gobiernos, las instituciones de salud, los medios y el público en general –no sólo de México sino del mundo entero– tienen como centro de atención la pandemia que a estas alturas abruma prácticamente a todo el planeta. Con todo y la utilidad que ello tiene para la población, también relativiza, especialmente en términos informativos, otros indeseables fenómenos sociales que se siguen produciendo con independencia del Covid-19. Tal es el caso de la violencia que desde hace décadas mantiene su ominosa y constante presencia en varias regiones de nuestro país, a las que las alteraciones que en estos días sufre la vida cotidiana en todos sus órdenes no parecen afectar siquiera mínimamente.
Al terminar el pasado marzo, resultó que a este mes le correspondió el dudoso atributo de ser el más sangriento desde que se llevan registros sobre el particular, lo que no es poco decir. Las luchas desatadas entre los diversos cárteles, desprendimientos de los mismos, corrientes internas, subgrupos y ramificaciones varias se multiplican, mientras los cuerpos encargados de combatir al crimen organizado deben distraer recursos en las tareas preventivas y de atención que demanda el coronavirus.
El mes de abril no empezó mucho mejor que el anterior y tampoco tardó en experimentar una repentina escalada de violencia. El enfrentamiento entre grupos pertenecientes a los cárteles de Juárez y del Pacífico, ocurrido la noche del viernes 3 en el municipio chihuahuense de Madera, en el que participaron cerca de 60 hombres armados, fue el más aparatoso no sólo por la cantidad de víctimas fatales, que dejó 19 hasta el momento, sino porque en él se utilizó un variado armamento que incluyó desde fusiles de alto poder hasta granadas de fragmentación. Pero los episodios ocurridos en otros puntos del estado norteño, que en conjunto produjeron un saldo de 33 muertos, también aportaron a la conformación de un cuadro de situación que debe sumarse a la variada gama de problemas que aquejan a la República.
Los detalles de los distintos hechos violentos –obtenidos con posterioridad al despliegue de los operativos que les siguieron por parte de fuerzas del Ejército y la Guardia Nacional– indican que el grado de brutalidad y encono que alcanzan las pugnas del crimen organizado no ha disminuido ni siquiera porque el escenario de los enfrentamientos, y los propios protagonistas, se encuentren bajo la amenaza de la pandemia. De hecho, durante el tiempo que la enfermedad lleva extendiéndose por el país (tomando como punto de partida la detección en México del primer caso positivo de Covid-19), la cifra de personas asesinadas ronda las 2 mil, en lo que constituye un incremento de los conflictos armados encuadrados en la actividad del narco.
Las autoridades federales prevén, este mes, reforzar su esquema de seguridad, especialmente en las entidades donde la violencia cobra más víctimas (Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Veracruz, Oaxaca, seguidas de cerca por varias más), adoptando a la vez medidas con el fin de prevenir otros episodios violentos registrados en el marco de la contingencia anticoronavirus. Tienen ante sí una tarea nada fácil, en la medida en que la concentración de esfuerzos para controlar la pandemia concede a los grupos delictivos organizados un mayor margen de acción que aprovechan para solventar sus pleitos a costa de la paz pública.
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