San Sebastián, mártir - 20 de enero
Redacción
En la vida de San Sebastián es difícil distinguir los datos históricos de los legendarios. Como verdad histórica se acepta que San Sebastián fue mártir de su convicción y sucumbió como soldado integérrimo.
El emperador Diocleciano lo había designado como jefe de los guardias imperiales. Habiendo cumplido con su guardia, Sebastián solía ir a ver a sus hermanos de la comunidad para ayudarlos con su influencia, y para avisarles a tiempo si corrían peligro. Si el obispo era el líder espiritual del pequeño grupo, el joven oficial era su abogado en todos los asuntos públicos.
Gracias a su vigilancia se enteró del grave peligro que los amenazaba desde el Oriente. Hacía años que Galerio instigaba, desde allá, a que se eliminaran, según planes preconcebidos, a los odiados “topos”, pues así solían llamar a los cristianos.
Diocleciano titubeaba todavía, pero Sebastián estaba convencido de que, en su fuero interno, el emperador estaba decidido a depurar el Estado y el ejército eliminando a los cristianos. Por eso no le sorprendió el estallido repentino de la persecución. Sólo fue menester cambiar su táctica para poder seguir ayudando a sus hermanos. Si hasta entonces se había preocupado especialmente de los pobres, ahora, de día y de noche, se le veía en las cárceles repletas. Allí les llevaba el último saludo de la comunidad y la Santísima Eucaristía.
La iglesia, escarmentada por experiencias amargas, había dado la consigna de no provocar el martirio. A pesar de todo, en cierta ocasión Sebastián se aventuró demasiado, pues ante el tribunal aconsejó vehementemente a algunos acusados, cuando éstos querían renegar de su fe. EL juez lo mandó detener inmediatamente.
La actitud de Sebastián sólo se había podido interpretar como desacato a las órdenes imperiales.
Con valor, aceptó Sebastián las consecuencias. Se le condenó a morir como soldado, es decir pasado por las armas. A los arqueros de la tropa se les destacó para la ejecución, pero sus flechas no tocaron órganos vitales. Desmayado, bañado en sangre, pero vivo aún, lo recogieron sus hermanos y rápidamente lo llevaron al lugar seguro más cercano, la casa de Irene, viuda de un funcionario de palacio. Allí recobró la conciencia lo cuidaron, por meses, hasta que logró recuperarse de las gravísimas heridas.
Mientras tanto, las persecuciones siguieron su curso. Cada día informaban a Sebastián de nuevas víctimas, hasta que una gran idea surgió en su corazón: ¿Qué importancia tenía su vida? ¡Si él, muerto oficialmente, se enfrentara al emperador para que revocara sus órdenes sangrientas!
Una vez tomada su decisión, Sebastián no esperó mucho para llevarla a cabo. Tomó por sorpresa al emperador Diocleciano, se enfrentó a él y defendió elocuentemente al cristianismo.
En las frases de Sebastián el dictador sólo vio una afrenta a su majestad imperial. Indignado, mandó que arrestaran al temerario y lo mataran a palos en la pequeña arena del Palatino. En la noche enterraron el cuerpo del mártir en las afueras de la ciudad, en un camposanto cristiano subterráneo.
Dicha catacumba, que lleva el nombre de Sebastián, y la iglesia consagrada a él, construida encima, mantiene vivo su recuerdo. Posiblemente ningún peregrino cristiano que llegue a Roma, al ver su tumba, dejará de estremecerse y de sentir toda la miseria y a la vez la grandeza del cristianismo primitivo.
Con gran predilección los artistas de todos los tiempos han representado el martirio de San Sebastián; en la Edad Media, durante las grandes tribulaciones causadas por la peste, las personas se arrodillaban ante dichos cuadros, implorando auxilio, porque se sentían indefensas contra los ataques de la epidemia, así como San Sebastián había estado expuesto a los flechazos.
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