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espués de 580 días como prisionero político, el ex presidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva abandonó ayer la Superintendencia de la Policía Federal de Curitiba. En un improvisado mitin a las afueras del recinto, el líder histórico de la izquierda brasileña afirmó que seguirá luchando para mejorar la vida del pueblo
y para frenar la acelerada entrega del país que ha emprendido el neofascista Jair Bolsonaro.
La liberación de Lula se produjo en virtud de una sentencia del Tribunal Supremo Federal (STF), el cual declaró inconstitucional una ley que ordenaba encarcelar a los acusados antes de que agotasen todos los recursos judiciales disponibles, y se calcula que también beneficiará a otros 4 mil 800 presos. Sin embargo, es imperativo recordar que la serie de procesos enderezados en contra del fundador del Partido de los Trabajadores se reveló desde un inicio como una descarada persecución política, carente de cualquier sustento jurídico. Una lista nada exhaustiva de las irregularidades que mancharon al caso incluye la absoluta ausencia de pruebas, tan clamorosa que se le condenó, no con base en evidencias, sino en la convicción
de los magistrados acerca de su culpabilidad; el hecho de que el juez que lo envió a la cárcel haya sido premiado con el Ministerio de Justicia por el principal beneficiario del proceso contra Lula, su rival Jair Bolsonaro; la ruptura de la institucionalidad que supusieron las amenazas de altos mandos de las fuerzas armadas en caso de que no se emitiera una sentencia condenatoria; así como los mensajes dados a conocer por The Intercept en junio pasado, que revelan la confabulación entre fiscales y jueces para encarcelar a quien hace 15 meses encabezaba las encuestas rumbo a las elecciones presidenciales de octubre de 2018.
Parece pertinente recordar también que el uso faccioso del Poder Judicial para deshacerse de rivales políticos dista de ser un recurso privativo de la derecha brasileña: desde su llegada al poder, tanto el argentino Mauricio Macri como el ecuatoriano Lenín Moreno emprendieron una encarnizada persecución contra sus antecesores Cristina Fernández y Rafael Correa. Con esta cacería política, que convirtió a fiscales y juzgadores en fuerzas dechoque del Ejecutivo, los mandatarios dere-chistas buscaron, por un lado, distraer la atención de las devastadoras consecuencias sociales que supuso el empeño de restaurar la ortodoxia neoliberal y, por otro, impedir que los ciudadanos usaran las urnas para recuperar los proyectos progresistas interrumpidos.
Tras la victoria parcial de Lula, cabe desear que la verdad y la justicia se impongan, que se anulen de manera definitiva todos los procesos abiertos contra él, y que nunca más los tribunales sean usados para suplantar la voluntad popular, ni en Brasil ni en ningún otro punto de la región.
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