Redacción
PABLO CHONG HASANG (1795-1839)
Pablo Chong Hasang nació en Mahyón, Corea, el año 1795, perteneciente, como su familia, a la nobleza coreana. Sus tíos eran de los mejores sabios del país. Su padre, Agustín Chong-Yak-jong, murió martirizado a causa de su fidelidad a Cristo y a la Iglesia el 8 de abril de 1901, y el mismo año murió mártir también su hermano Carlos, cuando el pequeño Pablo contaba apenas 7 años, más tarde dieron su vida por la fe su madre Cecilia y su hermana Isabel. ¡De verdad fue una familia de mártires!
Por entonces todas sus propiedades fueron confiscadas y la familia quedó en la pobreza, pero el padre muerto había dejado un gran tesoro espiritual: ¡un Catecismo editado en lengua coreana!
Cuando Pablo tenía 20 años se despidió de su madre y su hermana y ofreció en Seúl sus servicios secretos a la Iglesia perseguida. Lo eligieron entonces como mensajero para traer sacerdotes desde China a Corea. Ocultando su identidad, logró integrarse a un grupo de diplomáticos destinados a la capital de China como ayudante de un intérprete. En 1816 llegó en esta caravana diplomática a Pekín, donde se encontró con el obispo católico, que le dio la Primera Comunión y lo confirmó. De ahí en adelante Pablo quedó como intermediario entre el obispo de Pekín y su patria.
En total realizó trece viajes por deferentes caminos para llevar misioneros a Corea, pero desgraciadamente el primer sacerdote que destinó el obispo para esa misión murió durante el trayecto a causa de las fatigas. Entre los siguientes estaba el primer vicario apostólico, Lorenzo Imbert, que entró en el país en 1837 y murió mártir el 21 de septiembre de 1839. El mismo obispo Imbert se quedó por algún tiempo en la casa de Pablo, lo preparó para el sacerdocio y lo ordenó poco antes de su huida a otro escondite. El joven sacerdote escribió el primer libro apologético de Corea, en el que explica a los paganos el origen divino y los elementos básicos de la fe católica y que, aún después de la muerte de su autor, causó gran impacto hasta entre los enemigos de la Iglesia.
En 1839 Pablo fue detenido junto con su madre y su hermana. El Gobierno lo consideraba persona clave en el joven catolicismo coreano, particularmente por introducir al país sacerdotes extranjeros, por lo que se le aplicaron las torturas más crueles. Con increíble paciencia soportó todas las penas, afirmando siempre una y otra vez que quería ofrecer su vida por Cristo y por la Iglesia. A la edad de 45 años fue decapitado a las afueras del portón occidental de Seúl, el 22 de septiembre de 1839.
El mérito más grande de Pablo Chong Hasang es su incesante afán de ayudar a la Iglesia, ya casi exterminada en Corea, a conectarse nuevamente con la Jerarquía universal y preparar así la fundación de vicariato apostólico en su patria.
ANDRÉS KIM (1821-1846)
Andrés Kim Tae-gon nació el 21 de agosto de 1821 en Somoe (provincia de Chungchong). Unos siete años antes había muerto su abuelito Kim Chinhu Pius en la cárcel, luego de sufrir martirio. Su padre, Kim Che-jun, murió martirizado en septiembre de 1839. Poco después la familia se trasladó a la provincia de Kyonggi para evadir la continua persecución.
Un sacerdote francés, de la Congregación para las Misiones Extranjeras de París, instruyó a Andrés con otros dos muchachos, Francisco y Tomás, en la religión católica y los mandó al seminario de la Congregación en Macao, cerca de Hong-Kong. En 1844 Andrés fue ordenado diácono. Brevemente pudo introducirse en secreto a su patria, pero no logró volver a ver a su madre. Poco después se le encargó buscar una barca y trasladarse por mar a Shangai, donde debería recoger sacerdotes franceses y llevarlos a Corea. Después de muchas dificultades logró llegar a su destino, donde fue ordenado sacerdote el 17 de agosto de 1845 por el obispo Ferréol, siendo el primer sacerdote coreano ordenado fuera de su patria.
Junto con el obispo y el padre Dabelny, Andrés Kim emprendió a fines de agosto el viaje por mar rumbo a su tierra, a donde llegaron, luego de sortear muchos contratiempos y tempestades, en octubre del mismo años. De inmediato el padre Kim empezó su apostolado en las islas de Youp-yong, para conectarse desde allí también con misioneros franceses que desde China querían pasar a Corea. Durante esta misión Andrés Kim fue detenido por espías del Gobierno el 5 de junio de 1846 y enviado a la corte del rey en Seúl. Aunque el mismo rey trató de salvarlo por sus muchos conocimientos de lenguas extranjeras, los ministros paganos –llenos de odio—lograron su condena a muerte.
Poco antes de su martirio, el padre Andrés logró hacer llegar una carta en lengua coreana a sus feligreses. En este precioso documento se lee lo siguiente:
“Si hubiéramos nacido en este mundo sin conocer a Cristo, sería de verdad un mundo miserable. ¡Pero qué miserable conducta sería también vivir la gracia del bautismo sin sinceridad ni fidelidad! Queridos hermanos, no olviden los sufrimientos de nuestro Señor…
“Desde cuando la Iglesia fue introducida en Corea, hace unos sesenta años, nuestro pueblo sufrió varias tremendas persecuciones y muchos católicos –como yo ahora—fueron hechos prisioneros a causa de su fe…
“Sabemos por la Biblia que no cae ni un cabello de nuestra cabeza sin la voluntad del Padre. Así también estas persecuciones corresponden a su Providencia.
“Ámense y ayúdense mutuamente, esperando el tiempo cuando el Señor aliviará nuestros sufrimientos… Nosotros, los 20 católicos aquí en la cárcel, nos sentimos fuertes, gracias a Dios. Si morimos, tengan cuidado de los familiares… Pronto marcharemos al campo de la batalla… Permanezcan valientes para que nos volvamos a ver en el cielo.
“Me despido con un abrazo de amor. Pronto Dios les mandará un nuevo pastor, mejor que yo.
Andrés Kim, vicario general”.
El 16 de septiembre de 1846 el padre Andrés fue decapitado en la ribera del río Han, en el mismo lugar donde cinco años antes habían sido sacrificados los tres misioneros franceses. Tenía 26 años de edad. Al entregarse al verdugo dijo con absoluta calma: “Ahora empieza mi vida eterna”.
El heroico testimonio de los nuevos santos de Corea.
"Los mártires de Corea dieron testimonio de Cristo crucificado y resucitado. Por el sacrificio de sus propias vidas se hicieron semejantes a Cristo de un modo muy especial. Las palabras del Apóstol San Pablo se les habrían podido aplicar con toda verdad: Nosotros estamos “llevando siempre en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos… Estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal”. (II Cor 4, 10-11).
Juan Pablo II, Homilía durante la Misa de canonización de 103 beatos mártires coreanos, 6 de mayo de 1984.