Redacción
Solamente el Apóstol y evangelista San Mateo menciona que San José era carpintero. No sabemos más detalles del tiempo y de la forma en que ejerció este oficio.
De San Pablo, por ejemplo, tenemos muchos más datos; sabemos cómo durante sus viajes y actividades misioneras, trabajaba con sus manos a fin de no convertirse en carga financiera para sus cristianos.
Por elección divina, por su obediencia especial, San José fue reconocido por la Iglesia como “ejemplo para los obreros”.
Cuando, en 1889, el II Congreso Internacional de obreros socialistas resolvió introducir una fiesta en mayo de cada año en honor de la clase obrera, el Papa León XIII recomendó a todos los obreros la veneración de San José como patrono suyo. Los siguientes Sumos Pontífices promovieron la solemnidad de San José el 1º de mayo, como la fiesta litúrgica de “San José Obrero”, haciendo alusión a la necesidad de una equitativa reaparición de derechos y deberes por la iglesia civil.
El 1º de mayo de 1955 el Papa Pío XII declaró: "Considerando el 1º de mayo, en este sentido, por los obreros cristianos y recibiendo así, en cierto modo su confirmación cristiana, lejos de ser fuente de discordias, de odios y de violencias, es y será una invitación constante a la sociedad moderna para complementar lo que aún falta a la paz social.
El humilde obrero de Nazaret no sólo encarna, delante de Dios y de la Iglesia, la dignidad del obrero manual, sino que es también el prodigioso guardián de vosotros y de vuestras familias." (A.C.L. I).
El Papa Juan Pablo II, hablando a los obreros en el estadio Jalisco, en Guadalajara, el 30 de enero de 1979, explicó la dignidad del trabajo humano con las siguientes palabras:
"Amigos, hermanos trabajadores: existe un concepto cristiano del trabajo, de la vida familiar y social que encierra grandes valores y que reclama criterios y normas morales que orienten a quien cree en Dios y en Jesucristo, para que el trabajo se realice como una verdadera vocación de transformación del mundo, en un espíritu de servicio y de amor a los hermanos, para que la persona humana se realice aquí mismo y contribuya a la creciente humanización del mundo y de sus estructuras.
El trabajo no es una maldición, es una bendición de Dios que llama al hombre a dominar la tierra y a transformarla, para que con la inteligencia y el esfuerzo humano continúe la obra creadora divina.
Para el cristiano no basta la denuncia de las injusticias, a él se le pide ser testigo y agente de justicia; el que trabaja tiene derechos que ha de defender legalmente; pero tiene también deberes que ha de cumplir generosamente."
Al día siguiente declaró el Santo Padre en Monterrey:
"No olvido los momentos difíciles de la guerra mundial, en los que yo mismo tuve la experiencia directa con trabajo físico como el vuestro, con su fatiga cotidiana y su dependencia, con su pesadez y su monotonía.
He compartido las necesidades de los trabajadores, sus justas exigencias y sus legítimas aspiraciones. Conozco muy bien la necesidad de que el trabajo no enajene y frustre, sino corresponda a la dignidad superior del hombre."
"Al despertar José de un sueño -leemos en Mateo 1,24-, hizo como el ángel del Señor le había mandado”. En estas pocas palabras está todo. Toda la decisión de la vida de José y la plena característica de su santidad: “Hizo”. José, al que conocemos por el Evangelio, es hombre de acción.
Es hombre de trabajo. El Evangelio no ha conservado ninguna palabra suya. En cambio, ha descrito sus acciones: acciones sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la realización de la promesa divina en la historia del hombre; obras llenas de la profundidad espiritual y de la sencillez madura."
Juan Pablo II, Catequesis en audiencia general, 19 de marzo de 1980.