Redacción
La meditación cristiana sobre las humillaciones de Cristo representa un elemento esencial para comprender el misterio de Jesús; estas humillaciones no solamente se extendieron al aspecto exterior de su Pasión, sino que llegaron a la humillación interior, por la cual Cristo tomó el último puesto, el lugar más despreciado de las categorías humanas (Flp 2, 7). “Se entregó” – en esta frase se encierra toda su Pasión--, aceptó el despojo de todos los derechos humanos, del honor, de la integridad física, de la vida misma. Se hizo “pecado” por nosotros (II Cor 5, 21). Este es el gran tema de meditación de la vida de los santos.
Francisco, nacido en Paola, Calabria, de padres muy pobres, fue el único fruto de una familia que por largo tiempo anheló tener descendencia. Trabajó como ayudante seglar con los padres franciscanos y, a los quince años, obtuvo el permiso de sus padres y del obispo para retirarse a una cueva de los montes de Calabria, en donde empezó su vida de ermitaño. Poco a poco se le asociaron otros hombres en busca del mismo ideal: una vida austera de oración, penitencia, silencio y trabajo.
En 1454 se levantó, con el permiso del obispo de Cosenza, el primer convento de los Hermanos que se llamaron “los Mínimos” y después también “ermitaños de San Francisco”. Por medio de un cuarto voto se comprometieron a la abstinencia de carne y el ayuno moderado todo el año.
Después de la aprobación otorgada por el Papa franciscano, Sixto IV, se extendieron por toda Italia y otros países como Francia, España y Alemania.
De Francisco se comprobaron varias curaciones, que no necesariamente fueron milagrosas, porque él conocía perfectamente el poder curativo de muchas plantas. La caridad de Cristo fue siempre el motor que impulsaba su apostolado entre los enfermos.
El emblema escogido para la Orden lleva en el escudo la palabra “caridad”. Francisco quiso vivir la existencia mínima y escondida de Cristo; sin embargo, pronto se vio obligado a entrevistarse personalmente con las máximas autoridades de aquel siglo XV: con el Papa, con los prelados de la Curia romana, quienes buscaban su consejo y, finalmente con el rey de Francia, Luis XI. Por su fama de taumaturgo, el rey, enfermo de cáncer, exigió, por medio del Papa, que el fraile fuera a su lujosa corte, cerca de Tours, para curarlo.
Con exorbitantes impuestos que el rey exigía a sus ciudadanos había logrado acumular incalculables tesoros; nuestro fraile, al ver al rey nadando en riquezas, pero muriéndose a los 60 años de edad, bien pudo decirle: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si después pierde su vida?” (Lc 42, 20-21).
Consta que le dijo que no le implorara milagros a un hombre, sino que adorara a Dios, en cuyas manos se encuentra también la vida de los reyes. Así logró el milagro de la conversión interior del rey, quien murió en sus brazos reconciliado con Dios.
A pesar de su ferviente deseo de regresar a su vida anterior, tuvo que aceptar el cargo de consejero espiritual del nuevo rey, Carlos VIII, guiándolo durante 20 años y dándole el ejemplo de una vida auténtica franciscana en medio de las vanidades de la corte. Sus consejos ayudaron a lograr la paz entre Francia, Inglaterra y España.
Murió el 2 de abril de 1507, a los 91 años de edad, en la celda de su convento de Pléssis-les-Tours, construido por el rey francés. Fue canonizado 12 años después por el Papa León X. En 1562 los calvinistas profanaron su tumba, incineraron sus restos y creyeron, irracionalmente, borrar con estos excesos la imagen de un hombre tan preclaro.
“Dejad de lado el odio y las enemistades; guardaos cuidadosamente de las palabras hirientes y, si han salido de vuestra boca, procurad que de allí mismo, de donde ha salido la herida, salga también el remedio; perdonaos de manera que, en adelante, no subsista ni el recuerdo de la injuria inferida. Porque el recuerdo del mal causado es una injuria, es lo que complementa la cólera y hace que perdure el pecado.”
San Francisco de Paula. Cartas.