Redacción
La Santísima Virgen María se apareció 18 veces a una humilde jovencita de 14 años, Bernardita Soubirous, en la gruta de Massabielle, desde el 11 de febrero hasta el 16 de julio de 1858. El 25 de marzo reveló la Madre celestial su nombre, a petición del párroco, todavía escéptico, y manifestó a la niña:
Yo soy la Inmaculada Concepción”
La jovencita no sabía qué significaban esas palabras, pues apenas 4 años atrás habían sido comunicadas, como dogma de fe, al mundo católico por Su Santidad Pío IX. Con estas palabras, la Iglesia había declarado la incomparable excelencia de María por encima de todas las criaturas, por la gracia de Dios y en previsión de los méritos de Cristo Redentor.
Todas las apariciones de María en la historia de la salvación, después de la muerte de los Apóstoles, son revelaciones privadas. La Iglesia muy pocas veces ha distinguido estas apariciones con algunas fiestas litúrgicas, porque, a veces, las apariciones estaban dedicadas a personas particulares y sus mensajes no podían tener la fuerza de la obligatoriedad de un dogma definido.
Sin embargo, es menester considerar que el misterio de Cristo es inagotable y en cada siglo surge un nuevo camino para comprender mejor los infinitos tesoros de Cristo y de su Iglesia. María y los santos han prestado sus servicios para hacer comprender a los hombres esa magnificencia, apareciéndose a personas escogidas de una especial humildad.
En la Historia hay tiempos de gran maldad, pero también tiempos y lugares de especial misericordia divina.
El siglo XIX se distinguió por una peculiar soberbia. El “liberalismo” se rebeló contra toda intervención divina en los asuntos del hombre, el cual quería explicar y dominar todo rechazando lo que en verdad supera y perfecciona lo natural, es decir, lo sobrenatural. El milagro de Lourdes tuvo, en estas circunstancias, una importancia universal y a la vez dejó un mensaje profundamente bíblico.
El hombre orgulloso, escéptico e incrédulo, necesita y consigue su curación sólo por intervención divina. Y esto Dios lo concede –así lo confirman las palabras de María de Lourdes- por la oración y la penitencia.
En realidad hay pocos santuarios en el mundo como el de Nuestra Señora de Lourdes, en los que la oración presenta un grado semejante de fervor, humildad, carácter comunitario y solidario, y en los que se celebra con tanta continuidad la procesión eucarística.
Por el poder de Cristo, de sus sacramentos; por la unción de los enfermos y por la intercesión de María, se realizan continuamente los milagros más grandes en lo más secreto del alma: hombres afectados por cualquier mal espiritual de este mundo moderno, son curados y vuelven transformados a su patria y a su hogar.
Con razón el Papa Pío XII, siendo todavía cardenal, exclamó en su visita al santuario:
Lourdes se ha convertido en el auténtico cenáculo moderno, en donde a los nuevos “Tomás” se les abren los ojos de la fe. También es un nuevo Damasco, porque de los antiguos “Saulos”, perseguidores, hace resurgir a los nuevos “Pablos”.
Es considerable el número de personas que recobran la salud. Un comité internacional de médicos católicos y no católicos examina cada caso de curación instantánea, es decir, dentro de las 24 horas, sin medicamentos ni ayudas naturales, y determina que esta curación no puede ser explicada por la ciencia. La persona beneficiada es sometida a rigurosa observación durante un año. Entonces llega la declaración definitiva de los médicos: “Nosotros no podemos explicar esta curación instantánea.”
A la Iglesia, después de maduro examen, corresponde presentar tal curación como un suceso milagroso y totalmente sobrenatural.
En Lourdes, los hombres se dan cuenta de que Dios quiere dar una señal de su presencia y de su misericordia. Es el lugar de consuelo y de fortaleza, es fuente de vida, de gracia, pero también de apostolado, porque cada uno de los beneficiados se convierte en fuente de gracia, como dice el Apóstol Juan: “De aquel que cree en mí, según dice la Escritura, correrán ríos de agua viva” (Jn 7, 38).
“…La potencia salvífica de Cristo, obtenida por la intercesión de su Madre, se revela en Lourdes, sobre todo en el ámbito espiritual. Los enfermos descubren en Lourdes el valor inestimable del propio sufrimiento. A la luz de la fe llegan a ver el significado fundamental que el dolor puede tener no sólo en su vida, sino también en la vida de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo.” Juan Pablo II, en L’Osservatore Romano, 2 de marzo de 1980.