San Juan Diego Cuauhtlatoatzin - 9 de diciembre
Redacción
La persona de Juan Diego está íntimamente ligada al acontecimiento salvífico de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac. Es de todos conocido el hecho de que, a través de estos 461 años transcurridos, no han faltado personas que niegan la veracidad del acontecimiento guadalupano; al negar este acontecimiento niegan, por tanto, la existencia de Juan Diego.
El siervo de Dios, Juan Diego (Cuauhtlatotzin, el que habla como águila), fue un indio de raza chichimeca que nació en Cuautitlán en 1474. Se desconoce el nombre de sus padres, pero se sabe que fue casado en su vida gentil, y con su mujer, María Lucía, recibió los sacramentos del Bautismo y Matrimonio; tuvo también un tío, Juan Bernardino, a quien respetó como a un padre.
Tenía tierras y heredad, lo que significa que fue un “principal”, pero aceptó la pobreza evangélica; por eso las fuentes documentales lo presentan como un “macehual”; la clase social más pobre.
El mismo siervo de Dios, en la fuente de la tradición, se describía como un hombre de campo, pero también trabajó tejido de tule, alfarería y comercio.
Se sabe, por documentos originales, que fue de los primeros en abrazar la fe de Cristo, y por tanto acudía muy puntual a la doctrina, a las misas de la Virgen y del domingo, recorriendo grandes distancias. Se conoce que por un sermón de fray Toribio de Benavente, “Motolinia”, hizo, de común acuerdo con su mujer, voto de castidad, que el siervo de Dios mantuvo después de la muerte de María Lucía y hasta su fin terreno.
Los documentos antiguos precisan que después de la aparición del 12 de diciembre de 1531, el siervo de Dios, por amor a Santa María, abandonó su casa y heredad y se estableció, con licencia del obispo, en una casita junto al templo perdido por la Virgen, para barrerlo y atender al pueblo fiel.
Esto hizo durante 17 años, viviendo como un ermitaño. Frecuentaba el sacramento de la Eucaristía tres veces por semana, con licencia del obispo, y se dedicaba a la oración, meditación y penitencia.
Murió con fama de santidad a los 74 años, en el año de 1548, al poco tiempo de que murió el señor obispo. Se tiene noticia de que fue enterrado en la ermita que pidió Santa María y él cuidó ejemplarmente los últimos 17 años de su vida.
Juan Diego fue un hombre de gozo interior, sensible ante lo bello, que no ha perdido la capacidad de maravillarse ante las más bellas expresiones de la creación. Sin arrobos místicos, con pleno dominio, sin auto degradarse y de firme carácter para cumplir el encargo de Santa María.
Hombre de fe, pero también con conciencia de la realidad y confianza absoluta en el mensaje, que sabe que es Palabra de Dios. Agradecido y caritativo con el tío que hizo las veces de padre. Hombre de recto proceder, maduro para actuar, tenaz y perseverante para cumplir sus compromisos; humilde, respetuoso y consciente del honor.
Inspirado por la Palabra, eligió con madurez renunciar a lo terreno; aceptó conscientemente la vida de mortificación y buscó, con pleno dominio de su equilibrio humano, el sendero de la perfección que recorrió gustoso, conforme a las normas de Dios y del pueblo cristiano.
Era un indio que vivía honesta y recogidamente. Muy buen cristiano; de muy buenas costumbres y modo de proceder. Sus contemporáneos le vieron vivir honestamente y sin escándalos. Siempre ocupado en el servicio de Dios; acudía con frecuencia a la doctrina y era muy puntual. Juan Diego era un hombre que siempre andaba solo, sin meterse con nadie, yendo a su doctrina de tal modo que parecía un peregrino.
Juan Diego era grande por haber fijado en él sus ojos la excelsa Madre de Dios y por haber querido que él, y no otro de los miembros de la familia mexicana, fuera el portavoz de su mensaje de amor. Cardenal Ernesto Corripio Ahumada, arzobispo primado de México.
Juan Diego, el indio predilecto de María
“En los albores de la evangelización de México, tiene lugar destacado y original el beato Juan Diego, cuyo nombre indígena, según la tradición, era Cuauhtlatotzin, “águila que habla”.
Su amable figura es inseparable del hecho guadalupano, la manifestación milagrosa y maternal de la Virgen, Madre de Dios, tanto en los momentos iconográficos y literarios como en la secular devoción que la Iglesia de México ha manifestado por este indio predilecto de María.
Llevando vida de ermitaño aquí, junto al Tepeyac, fue ejemplo de humildad. La Virgen lo escogió entre los más humildes para esa manifestación condescendiente y amorosa cual es la aparición guadalupana. Un recuerdo permanente de esto es su rostro materno y su imagen bendita, que nos dejó como inestimable regalo. De esta manera quiso quedarse entre vosotros, como signo de comunión y de unidad de todos los que tenían que vivir y convivir en esta tierra.
El reconocimiento del culto que, desde hace siglos, se ha dado al laico Juan Diego, reviste una importancia particular. Es una fuerte llamada a todos los fieles laicos de esta nación para que asuman todas sus responsabilidades en la transmisión del mensaje evangélico y en el testimonio de una fe viva y operante en el ámbito de la sociedad mexicana. Desde este lugar privilegiado de Guadalupe, corazón de México siempre fiel, deseo convocar a todo el laicado mexicano a comprometerse más activamente en la reevangelización de la sociedad”. Juan Pablo II, Misa de beatificación, 6 de mayo de 1990, nn. 50, 51, 54 y 55.
Fue canonizado por el Papa Juan Pablo II el 31 de julio de 2002.
La fecha de su fiesta la fijo el día 9 de diciembre porque ese fue el día que vio el Paraíso, (día de la primera aparición).