Redacción
Cuando nació Carlos en el castillo de Arona, a orillas del lago Mayor, uno de los paisajes más bonitos del mundo en la alta Italia, la Iglesia pasaba por tiempos sumamente difíciles. En Alemania y en Suiza, grandes núcleos de la población se habían afiliado dos al protestantismo, ha sea por razones políticas o por ignorancia religiosa y a veces también, por culpa de la vida desordenada del clero de aquellos tiempos.
Carlos empezó sus estudios jurídicos en Pavía y se graduó en derecho civil y eclesiástico. Después de la muerte de su padre en 1558, se hizo cargo de la administración de los bienes de la familia. En el mismo año su tío materno, el cardenal Angelo Medici fue electo Sumo Pontífice y tomó el nombre de Pío IV.
Según la costumbre de favorecer a los parientes, el Papa llamó al joven, bien formado e instruido; le confirió a los 21 año, los más altos puestos del Vaticano, aunque no tenía todavía la ordenación sacerdotal. Para ésta, Carlos se preparó con celo ejemplar y, al recibirla en 1563, decidió aplicar primeramente las normas del Concilio de Trento a su propia persona. Entendió bien que los documentos conciliares por sí solos no iban a reformar a la Iglesia, si no había obispos y sacerdotes que enseñaran al pueblo la vida evangélica con su propio ejemplo.
En 1565 pidió al Papa el gran honor de poder alejarse del Vaticano para dirigir personalmente la arquidiócesis de Milán.
Desde hacía 80 años no había habido obispo que residiera en la gran ciudad, que estaba bajo la administración de los españoles y dónde clero y pueblo se habían alejado de Cristo, a tal grado que la mayoría de las iglesias estaban cerradas o convertidas en salones de fiesta.
Al tomar posesión de su sede, buscó trato fraternal con todos los sacerdotes y los reunió en 15 sínodos diocesanos y muchas conferencias pastorales, según las decisiones del Concilio. Reformó con ellos la administración de los sacramentos, la evangelización del pueblo con sermones y ejercicios espirituales; renovó la liturgia ambrosiana, organizó la administración de cada parroquia por registros de bautismo y de matrimonio, promovió la renovación de la vida monástica y su claustro, en donde las propias reglas lo prescribían.
En algunos religiosos encontró un total desorden de vida y también un afán exagerado de poseer bienes materiales. Tuvo que suspender la Congregación de los frailes llamados “Humildes”, uno de los cuales se atrevió incluso a disiparle con una pistola al arzobispo durante la visita canónica, pero solamente lo hirió levemente.
En la Biblioteca Ambrosiana de Milán se encuentran como 100 tomos de cartas y escritos del gran obispo de la reforma católica. Su inmensa diócesis se extendió hasta gran parte de la actual Suiza. En todas partes erigió centros catequéticos para impartir una sólida evangelización a los seglares. Entre los religiosos que el ayudaron en las misiones populares, se distinguieron los padres capuchinos, jesuitas y teatinos.
Se ganó el corazón de todos cuando, en 1574, la peste invadió Milán durante 10 meses El mismo obispo iba diariamente, con sus sacerdotes, a visitar a los moribundos y regaló todos sus bienes para la construcción de nuevos hospitales y para la compra de vivieres, cuando los encargados de la administración pública ya habían abandonado la ciudad.
En su vida privada de oración, al obispo le gustaba meditar, con preferencia, la pasión de Cristo. Propagó la erección de las 14 estaciones del vía crucis. Poco antes de su muerte, todavía recorrió el viacrucis en el monte Varallo, cerca de Arona. Al volver de este viaje penitencial a Milán, murió el 3 de noviembre de 1584 a los 46 años.
En 1610, 25 años después de su muerte, san Carlos Borromeo fue canonizado por el Papa Pablo V, Su tumba se encuentra en la misma catedral de Milán.
En una de sus más de 30 000 cartas se encuentran las palabras “Para lucir a otros , la vela debe consumirse”.