Redacción
Más de repente una rara aventura anuló todos sus planes, tenazmente perseguidos. Sin misericordia había metido en la cárcel a un deudor para que pagara. Pero, cuando tranquilamente navegaba de Marsella a Tolosa, fue herido por piratas tunecinos, vendiendo como esclavo y tratado con tan poca misericordia como él había tratado a su deudor. Trabajando diariamente bajo el sol abrasador de África, expió las culpas de su carácter inquieto. Después de algunos años de esclavitud, logró fugarse y llegó a París, donde la princesa Margarita de Valois le encomendó la distribución de las limosnas.
Vicente de Paúl era en la gran ciudad uno de tantos miles de curas que, sin campo de acción propiamente dicho, gozaban de sus beneficios, mientras que en las regiones rurales los sacerdotes, mal pagados, apenas administraban los sacramentos. Las palabras y el ejemplo de su confesor, el padre Bérulle, el Oratorio de París, sacaron al joven sacerdote de su comunidad burocrática, cuatro años de luchas, angustias y dudas lo mandaron para cambiar radicalmente su vida.
Vicente de Paúl dejó el servicio de la princesa. Como cura de la parroquia suburbana de Clichy, aprendió a deshacerse de sus bienes a favor de los pobres. Espantado de la ignorancia religiosa del pueblo, empezó, con la ayuda de los padres jesuitas, las misiones populares. Como párroco de Chatillon les Domes, realizó la idea de la misericordia fraternal dentro de la comunidad en una forma completamente nueva. Con un sermón conmovió los corazones de sus feligreses de tal suerte, que muchísimos se dedicaron al cuidado personal de los enfermos y a visitar a los pobres, compartiendo sus bienes con ellos.
Vicente de Paúl encauzó ese cielo impetuoso en dos cofradías eclesiásticas para hombres y mujeres: “las Siervas de los Pobres”, que se encargarían del cuidado regular de los pobres y enfermos, y “Los Ayudantes de los Pobres” que, con la misma regularidad, debían cuidar de los pobres en general, los abandonados y los limosneros. Así creó el modelo para futuras asociaciones y vicentinas e isabelinas. Con la ayuda del jefe de las galeras, abrió la primera misión de reclusos en las prisiones de París y en las galeras de Marsella y obtuvo éxitos milagrosos con los criminales más desalmados y degenerados. Luis XIII, con razón, lo nombró superior de todas las galeras.
Vicente de Paúl encontró en todas partes sacerdotes magnánimos que quisieron ayudarle en esta generosa opción por los pobres. No quería fundar una orden. Su comunidad sólo debía ser una asociación de sacerdotes seculares, bajo una dirección firme. Así a cualquier hora de día los “barbichets”, como se les llamaba, salían de tres en tres a los pueblos. También hubo entre ellos sacerdotes misioneros que fueron a Túnez a rescatar esclavos cristianos; a Madagascar y Asia, para poner las bases de una acción misionera entre los pueblos paganos.
En el año 1625 había tres sacerdotes de la Congregación de la Misión. Al morir el santo eran 622. Para los ejercicios espirituales del clero recibió Vicente el antiguo hostal de leprosos de San Lázaro. De esa casa surgió la renovación de una gran parte del clero francés. Luis XIII mandó ocupar las sedes episcopales vacantes exclusivamente con sacerdotes que, con regularidad, habían asistido a dichas pláticas.
Sabemos que la palabra “misericordia” tenía un significado especial para Vicente. Para él, la diferencia entre obras de caridades corporales o espirituales era teórica. No podía imaginar las unas sin las otras. Si a un pobre hombre lo sacaba de la miseria, era natural que también le acercara la luz de la gracia a su mente ensombrecida; y si le preocupaba por un alma perdida, se hubiera avergonzado si sus protegidos hubiesen seguido sufriendo hambre y frío, inmundicia y enfermedad. Muchísimo le ayudó Luisa de Marillac, viuda de Le Gras, al fundador la Congregación de las Hermanas de la Caridad.
El hábito de las “vicentinas” se convirtió al fin en símbolo de la caridad moderna. Lo que estas hermanas sencillas realizaron en tiempos de guerra o de paz, en las barracas infestadas de cólera o de tifo, con heroísmo callado desde hace trescientos años, no podrá recompensarlo ningún premio Nobel del mundo. Las diversas fundaciones de San Vicente en todo el mundo muestran su espíritu apóstol, que practicó el himno al amor de San Pablo.
Al pasar a mejor vida, el 27 de septiembre de 1660, sus amigos recordaron estas palabras del santo:
Después de dar todo por Nuestro Señor, ya no nos queda nada que regalar. Pondremos la llave bajo la puerta y calladamente nos iremos”.
“Este aspecto central de la evangelización fue subrayada por Juan Pablo II: “He deseado vivamente este encuentro, porque me siento solidario con vosotros y porque siendo pobres tenéis derecho a mis particulares desvelos; os digo el motivo: el Papa os ama porque sois los predilectos de Dios. Él mismo al fundar su familia, la Iglesia, tenía presente a la humanidad pobre y necesitada. Para redimirla envió precisamente a su Hijo, que nació pobre y vivió entre los pobres, para hacernos ricos en su pobreza” (cfr. II Cor 8, 9). Alocución en el barrio de Santa Cecilia: AASLXXI, p. 220” D.P., n. 1143.
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