Redacción
El cristianismo primitivo encontró a sus seguidores en las grandes ciudades más que en el campo. Pasó tanto tiempo antes de que los campesinos se convirtieran, que los conceptos de “campesino” y “pagano” quedaron íntimamente ligados. Los hombres cultivados de las grandes ciudades se pusieron más pronto al lado de la nueva religión.
Juan Crisóstomo era un habitante de la gran ciudad antigua de Antioquia, de Siria.
Después de un largo tiempo de preparación, fue bautizado a los 22 años de edad. Pasó varios años viviendo como ermitaño entregado a toda clase de austeridades, al sur de Antioquia.
El año 381 el obispo Melecio le confirió el diaconado, y en el 386 el obispo Flaviano lo ordenó sacerdote. Durante 12 años, del 386 hasta el 398, se dirigió desde el púlpito con fuerza extraordinaria a las lamas de sus oyentes. No fue orador de pláticas bonitas; fue más bien un hombre que decía verdades amargas al mundano pueblo sirio.
Sus demandas sonaban muy duras en lo oídos de los ciudadanos débiles. Después de su muerte le pusieron el sobrenombre de “Crisóstomo”, es decir, “boca de oro”.
En la cúspide de su tarea, Juan les fue arrebatado a sus compatriotas. El emperador Arcadio le otorgó la sede patriarcal en la ciudad de Constantinopla. Crisóstomo esquivó lo más que pudo el ceremonial de la corte; ordenó los asuntos eclesiásticos de la arquidiócesis, condujo nuevamente al clero a sus deberes, fundó nuevas comunidades cristianas en el campo y se ocupó de la instrucción religiosa de los soldados. Sus ingresos los repartía en su totalidad entre los pobres, para los cuales fundó también hospitales.
El pueblo veía en él al monje ascético y pobre y lo quería como a un padre. El ambiente de la corte se enfriaba cada vez más. La emperatriz Eudoxia lo persiguió, porque se sintió afectada por las críticas del valiente obispo contra la vanidad y las costumbres paganas.
En el año 403 se reunió en Calcedonia un conciliábulo, que, con pruebas falsas y bajo presión, destituyó al patriarca.
Un inocente fue desterrado, pero sus perseguidores no se conformaron con eso. La misma Eudoxia, asustada por un temblor de tierra y desmoralizada por la amenazadora posición del pueblo, insistió en su regreso. Juan Crisóstomo regresó con gran júbilo de la gente y se dedicó nuevamente a sus tareas, como si no hubiera ocurrido nada. Perdonó a sus enemigos, pero no disminuyó sus exigencias evangélicas. Al año siguiente, Eudoxia se encolerizó de nuevo contra él; por segunda vez fue destituido de su cargo y, para poder deshacerse definitivamente del amonestador, se le ordenó al débil emperador desterrarlo hasta la frontera más incomunicada y casi desértica del imperio, es decir, a la aldea de Cucuso, en Armenia.
Desde allá, el anciano fue deportado más tarde a un lugar todavía más abandonado, a orillas del mar Negro.
En el viaje, el prisionero se desplomó por agotamiento. Pidió un hábito limpio y blanco y recibió, el 14 de septiembre del 407, la comunión como Viático. Murió con las palabras que siempre pronunció en su vida con devoción: "Dios sea alabado por todo".
San Juan Crisóstomo fue uno de los padres griegos más devotos del Santísimo Sacramento.
“Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una telaraña. Si no me hubiera retenido el amor que os tengo, no hubiera esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión digo: “Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, sino lo que tú quieres que haga”.
San Juan Crisóstomo, Homilía antes de partir para el destierro,
1-3; P.G. 52, 427-430.
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