San Cipriano, obispo y mártir - 16 de septiembre
Redacción
Cipriano, hijo de una rica familia pagana, estaba destinado por Dios para convertirse en director del joven cristianismo africano. Era profesor y orador de fama, y hombre con cargos y méritos, cuando Dios le envió al anciano sacerdote Cecilio, quien le enseñó el camino espiritual del Evangelio y de la Cruz.
Cipriano abandonó la creencia en los dioses de sus antepasados; dejó su noble carrera, regaló toda su fortuna a los pobres y fue bautizado a los 46 años. Luego se retiró a la soledad para leer la Sagrada Escritura, para rezar y meditar. Volvió a Cartago dos años después como sacerdote, y; con la elocuencia apasionada propia de su naturaleza, se convirtió en evangelizador de su patria.
Según costumbre de aquel tiempo, fue elegido obispo por aclamación del pueblo. De nada le sirvió huir, los sacerdotes y pastores de la Iglesia africana, conscientes de su propia limitación, pusieron el báculo pastoral en sus manos.
Poco después estalló repentinamente la persecución bajo el emperador Decio. Con el alma desgarrada tuvo que presenciar cómo cientos de cristianos, sin ser acusados, por miedo y cobardía ofrecieron incienso a los dioses estatales. El mismo Cipriano tuvo que ocultarse y gobernar su diócesis desde su escondite, por medio de cartas pastorales. Después de su regreso a la ciudad, dirigió con su acostumbrado vigor a los fieles en contra de los apóstatas.
Junto con todos los obispos de África del norte, San Cipriano se oponía a reconocer la validez del bautismo de los herejes, como lo hacía la Iglesia de Roma; incluso llegó a sostener una controversia con el Papa Esteban I a causa de esta cuestión. Más tarde, moderó su reglamento de penitencia y su actitud en contra de los herejes.
La Iglesia de África disfrutó de cinco años de paz, al cabo de los cuales se encontraba sólidamente unida en torno a su pastor. Pero después no les fue difícil a las autoridades municipales arrestar a Cipriano, cuando llegaron órdenes persecutorias de Valeriano.
Durante esta persecución, los que anteriormente habían renegado o vacilado en su fe eran ahora los primeros que ofrecían sus cabezas a la espada del verdugo.
Era lógico que también Cipriano tuviera que morir. Pocos días después del martirio del Papa Sixto II y del diácono Lorenzo, se formuló contra él la acusación de “alta traición”. Cipriano rehusó la oportunidad de escapar y tranquilamente permitió que lo condujeran ante el procónsul Galerio el 13 de septiembre del año 258.
Los cristianos fueron testigos del breve interrogatorio que concluyó con la sentencia de muerte, que aceptó el obispo con un “¡Gracias a Dios!” Luego pidió que se le entregaran al verdugo veinticinco monedas de oro y se arrodilló para hablar por última vez con Dios. A una señal del oficial, el mismo condenado a muerte se colocó la venda sobre los ojos y un diácono le sujetó las manos en la espalda. Luego la tierra bebió su sangre.
Llenos de veneración los cristianos pusieron a salvo su cadáver junto con los lienzos teñidos de sangre. En sus corazones había mucha tristeza; pero también sentían resonar su voz, la misma voz que aún hoy a través de 81 cartas, nos sigue hablando para mostrarnos los problemas de la fe católica y, sobre todo, el heroísmo de la Iglesia primitiva de África.
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