Redacción
CRISTÓBAL (+ 1527)
La conversión de las personas adultas era bastante difícil en los comienzos de la evangelización; reinaba una fuerte tradición de creencias y costumbres contrarias a la religión cristiana, además del desconocimiento de la lengua. Por tal motivo los franciscanos optaron por reunir a los hijos de los caciques y también a la gente humilde para enseñarles las principales verdades del cristianismo, la gramática, el canto y algunos oficios.
Acxotécatl mandó a tres de sus hijos a esta escuela franciscana, pero quiso enviar a Cristobalito, hijo predilecto, futuro heredero de sus bienes. Sus otros hermanos lo descubrieron, y los franciscanos fueron por él. El niño hizo rápidos progresos en el aprendizaje de la doctrina cristiana; él mismo pidió el Bautismo, el cual le fue administrado. Desde aquel momento quedó convertido en un magnífico y activo catequista.
Todo cuanto aprendía y oía predicar a los frailes, lo repetía él, exhortando a su padre y a los vasallos de éste para que abandonaran el culto a los ídolos y la embriaguez, que son pecados graves contra Dios. Acxotécatl creyó al principio que se trataba de una simple repetición, así que no le dio importancia, pero la predicación del niño era constante y persuasiva y, viendo que su padre no le hacía caso, comenzó a romper los ídolos que hallaba en su casa y a derramar el pulque. Esta misma acción la repitió en distintas ocasiones. Acxotécatl le perdonó las primeras veces; pero viendo la insistencia de su hijo, determinó quitarle la vida. Fingió celebrar una fiesta familiar y mandó traer a sus hijos que se educaban en la escuela de los franciscanos. Cuando llegaron, ordenó que saliesen, excepto Cristóbal, al cual tomó de los cabellos, lo tiró al suelo, le dio de puntapiés, y con un palo grueso de encina le dio muchos golpes, quebrantándole los brazos y las piernas; la sangre corría por todo el cuerpo.
En esta situación Cristobalito invocaba a Dios diciendo:
Dios mío, ten misericordia de mí, y si tú quieres que yo muera, muera yo; y si tú quieres que viva, líbrame de este cruel de mi padre”.
Y como el niño no moría, lo arrojó en una hoguera. En medio de sus tomentos seguía invocando a Dios y a la Virgen María durante las horas que sobrevivió. Al día siguiente llamó a su padre y le dijo: “Padre, no pienses que estoy enojado, yo estoy muy alegre, y sábete que me has hecho más honra que no vale tu señorío”. Poco después murió. La muerte de Cristobalito tuvo lugar en Atlihuetzia en 1527, solamente tres años después de la llegada de los doce misioneros franciscanos.
ANTONIO Y JUAN (+ 1529)
El Señor bendijo a Tlaxcala con otros dos hijos suyos que dieron su vida por llevar el mensaje de la Buena Nueva a otros pueblos que no conocían a Dios. Ellos fueron Antonio y Juan, los cuales nacieron en Tizatlán, Tlax., hacia 1516-17. El primero era nieto de Xicoténcatl, señor de Tizatlán, noble y heredero del señorío. Juan, de condición humilde, era servidor de Antonio. Ambos se educaban en la escuela franciscana de Tlaxcala.
En 1529 los dominicos se propusieron evangelizar Oaxaca. De paso por Tlaxcala, fray Bernardino Minaya, con otro compañero suyo, rogó a fray Martín de Valencia que le diera unos niños que quisieran acompañarlos en su misión. Fran Martín manifestó públicamente la petición de los dominicos, e inmediatamente se ofrecieron Juan y Diego (que no murió). Antes de emprender el viaje, fray Martín les dijo: “Hijos míos, mirad que habéis de ir fuera de vuestra tierra, y vais entre gente que no conoce aún a Dios, y creo que os veréis en muchos trabajos; yo siento vuestros trabajos como de mis propios hijos, y aun tengo temor que os maten por esos caminos; por eso, antes que os determinéis, miradlo bien”. Ellos contestaron: “Padre, para eso nos has enseñado lo que toca a la verdadera fe. Nosotros estamos dispuestos a ir con los padres y a recibir de buena voluntad todo trabajo por Dios; y si fuere servido de nuestras vidas, ¿no mataron a San Pedro crucificándole y degollaron a San Pablo, y San Bartolomé no fue desollador, por Dios?”
Por estas consideraciones que hacían, caemos en la cuenta que la enseñanza de los misioneros había penetrado hondamente en la conciencia de los niños y la gracia actuaba en el alma de estos pequeños catequistas para convertirlos en testigos del Evangelio. Llegados a Terpeaca, Puebla, los frailes dominicos se detuvieron a evangelizar a los naturales y los niños les ayudaban a recoger los ídolos; poco después se fueron a Cuauhtinchán, Puebla, para continuar la misma encomienda de los misioneros.
Juan entró a una casa para recoger ídolos. Llegaron unos indios armados con palos, y descargaron tan terribles golpes sobre él, que murió al instante. Llegó Antonio, y viendo la crueldad de los malhechores no huyó, sino que con grande ánimo les dijo: “¿Por qué matáis a mi compañero, que no tiene la culpa, sino yo que os quito los ídolos, porque sé que son diablos y no son dioses?” Al oír esto los naturales dieron fuertes golpes a Antonio, quien también murió allí.
Los tres niños mártires fueron beatificados por Su Santidad Juan Pablo II, en la ciudad de México, el 6 de mayo de 1990.
Mons. Epitacio Ángel Cano. Los tres niños mártires, ejemplo de generosidad apostólica y misionera. “Con inmenso gozo he proclamado también beatos a los tres niños mártires de Tlaxcala: Cristóbal., Antonio y Juan. En su tierna edad fueron atraídos por la palabra y el testimonio de los misioneros y se hicieron sus colaboradores, como catequistas de otros indígenas. Son un ejemplo sublime y aleccionador de cómo la evangelización es tarea de todo el pueblo de Dios, sin que nadie quede excluido, ni siquiera los niños. Con la Iglesia de Tlaxcala y de México me complace poder ofrecer a toda América Latina y a la Iglesia Universal este ejemplo de piedad infantil, de generosidad apostólica y misionera, coronada por la gracia del martirio. En la exhortación apostólica Christifideles laici quise poner particularmente de relieve que la inocencia de los niños “nos recuerda que la fecundidad misionera de la Iglesia tiene su raíz vivificante, no en los medios y méritos humanos, sino en el don absolutamente gratuito de Dios” (n. 47).
Ojalá el ejemplo de estos niños mártires beatificados suscite una inmensa multitud de pequeños apóstoles de Cristo entre los muchachos y muchachas de Latinoamérica y del mundo entero, que enriquezcan espiritualmente nuestra sociedad tan necesitada de amor”.
Juan Pablo II, Homilía en la Misa de beatificación en la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe (6-V-90).