San Lorenzo - 10 de agosto
Redacción
Quien dice Lorenzo también dice Sixto. Ambos nombres el del Papa y el del diácono no se pueden separar. Una profunda amistad unió a estos dos hombres, de edades tan diferentes.
Cuando estalló la persecución del emperador Valeriano, estaban uno al lado del otro en la lucha. Para que no lo reconocieran inmediatamente y lo ajusticiaran, el anciano Papa, por lo pronto, tuvo que ocultarse. Sólo en la oscuridad de la noche pudo atreverse a salir a visitar a su comunidad en los arenosos pasillos de las catacumbas.
Lorenzo, el diácono, en todo momento mantuvo la conexión entre el Papa y la comunidad, entre los prisioneros y sus familias. Tenía que cuidar de los pobres y de la distribución de las limosnas. Lorenzo previno, consoló, y ayudó. En él parecía personificarse la fuerza invencible del cristianismo perseguido.
Cierto día, advirtió que había llegado demasiado tarde. Los esbirros habían penetrado a las catacumbas y sorprendieron al Papa y a cuatro diáconos en la celebración de los santos misterios. Ahí mismo los habían ajusticiado con la espada. Lorenzo se quedó solo. Dios le había dado una señal para estar preparado. Tenía que distribuir los últimos donativos, reunidos por la misericordia e los hermanos, antes de que la avaricia pagana se los incautara. Y sucedió como había presentido.
Unos días después del asalto a las catacumbas, reconocieron a Lorenzo, lo tomaron preso y lo llevaron ante el juez.
En aquellos años se murmuraba que los cristianos tenían ocultos fabulosos tesoros y se suponía que Lorenzo era el administrador de esos bienes. Por eso, la primera pregunta del juez no se refirió al crimen de la fe cristiana del que se le acusaba, sino a esas riquezas legendarias. Lorenzo prometió entregárselas si se le concedían tres días de plazo. La tradición narra que se presentó después del plazo con un grupo de hambrientos y desarrapados inválidos, ancianos y limosneros, dando a entender con sus gestos: ¡Estas son las riquezas de la Iglesia! Pero lo que para él era la verdad sagrada, el juez lo consideró como una burla atrevida. Sin titubear lo entregó al verdugo.
Según la leyenda, Lorenzó murió lentamente, atormentado y calcinado en una parrilla. La historia cree más probable que haya sufrido la muerte usual de los testigos de Cristo, es decir, por la espada, y cree poder fijar el martirio del diácono romano el 10 de agosto del 258.
Ya a principios del siglo IV, la Iglesia celebraba sobre su tumba solemnemente su memoria en ese día. Pero no es fácil distinguir la leyenda de los sucesos históricos.
Hace mucho que el juvenil diácono con su parrilla de hierro, al igual que San Sebastián con sus flechas, penetraron en la memoria de los pueblos cristianos como símbolo y ejemplo de todos aquellos que prefirieron la prisión y el martirio antes que mostrarse infieles a su Dios y a su Iglesia.
“Para vivir y anunciar la exigencia de la pobreza cristiana, la Iglesia debe revisar sus estructuras y la vida de sus miembros, sobre todo de los agentes de pastoral, con miras a una conversión efectiva”.
D. P. n., 1157.
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