Redacción
La principal razón para conservar la memoria de este santo obispo en el calendario universal de la Iglesia, estriba en su decisión de defender la integridad de la fe y de no dejarse intimidar por la fuerza brutal del estado, representado entonces por el emperador Constancio.
Después de tres siglos de larga persecución pagana, la Iglesia había recobrado la libertad por medio de Constantino. Bajo su hijo Constancio surgió una nueva persecución a causa de la herejía del arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo. Esta había sido solemnemente formulada por el Concilio ecuménico de Nicea en el 325. El defensor más valiente de esta fe, en el oriente, era el obispo Atanasio de Alejandría. En el occidente surgieron dos figuras: el Papa Liberio y Eusebio, el obispo de Vercelli, en Italia del norte. El arrianismo pudo propagarse por la coacción externa del emperador Constancio, influenciado por la emperatriz.
A instancias del Papa, el obispo Eusebio convocó a un concilio en Milán en el 355, para reconfirmar la doctrina católica del Concilio de Nicea, y para rehabilitar al obispado Atanasio, ya desterrado por el poder civil, y a muchos otros obispos católicos perseguidos. Eusebio y el obispo de Cagliari rechazaron en Milán, delante del emperador, la presión del estado en contra del obispo Atanasio, y sus injerencias en los asuntos puramente eclesiásticos. Eusebio puso el Credo de Nicea en la mesa y exigió que todos lo firmaran antes de seguir adelante. El emperador se impuso apoyado por los arrianos, gritando: " ¡El Credo se defina según mi voluntad!>". Poco faltó para que mandara matar al propio Eusebio. Después hizo llevar atado al valiente obispo por las calles de Vercelli rumbo al destierro.
Durante siete años llevó esta cruz, primeramente en el Cáucaso, después en Capadocia y por fin en los desiertos de Egipto. Allí tuvo la suerte de encontrar al obispo confesor Atanasio.
Con la muerte de Constancio, nuestro santo pudo regresar a Vercelli. En su trabajo personal se hizo famoso al introducir por vez primera la vida común de los sacerdotes de una zona pastoral en su compañía. Este ejemplo movió más tarde a San Agustín para imitarlo en su diócesis de Hipona.
“El predicador del Evangelio será aquel, que aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres o de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No oscurece la verdad revelada por la pereza de buscarla, por comodidad, por miedo”.
E.N., n. 78.
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