Redacción
El emblema nacional de Hungría siempre ha sido la corona de San Esteban, aquella noble y antiquísima diadema, con la cruz inclinada, insignia de su unidad nacional y de la cultura cristiana. El día en que el joven rey Esteban se la puso en sus sienes, Hungría comenzó a destacar por primera vez en la historia de Europa.
El padre de Esteban llevaba todavía el cetro como primero entre los gobernantes con los mismos derechos, pero no se interesaba en otros países más allá de las fronteras de Hungría. Esteban, en cambio, ya desde joven, participaba con entusiasmo en los magnos planes que querían realizar conjuntamente el joven emperador Otón III y el Papa Gregorio V.
El santo obispo Adalberto, quien por entonces atravesaba Hungría y Bohemia, dejó en nuestro santo, con su recia personalidad, una huella imborrable. A Esteban le habían encomendado recibir al famoso héroe de la fe en la frontera y acompañarlo para salvaguardarlo. En el año 995, Adalberto le confirió a Esteban el sacramento de la Confirmación.
Poco tiempo después, Esteban se puso en marcha hacia Baviera para casarse con Gisela, hermana del que posteriormente sería el emperador San Enrique. Junto con su esposa alemana llevó a muchos caballeros y monjes a su patria, que iban a ser los cofundadores y portaestandartes de una nueva Hungría cristiana.
Esteban no ocultó sus intenciones; por eso nada tuvo de extraño el que los corifeos del paganismo hubieran tratado de derrocarlo a causa de sus creencias. Asimismo influyó el hecho de que, con mano firme, empuñara las riendas del gobierno, dominando la actuación arbitraria de la alta nobleza, dando órdenes precisas para que se devolviera la libertad a numerosos esclavos cristianos, pagando por ella una moderada indemnización, y que se tomaran medidas muy severas contra las costumbres supersticiosas de su pueblo. Todo esto contribuyó a crear una atmósfera de descontento inicial.
Esteban conocía a sus magiares. No se precipitó. Les dio el tiempo necesario para que experimentaran las bendiciones de la nueva religión en sí mismos y en su patria.
De Italia y de Alemania llamó a varios sacerdotes y los designó como misioneros y maestros del pueblo. Con suma prudencia fundó conventos, cabildos y escuelas, bien distribuidos por todo el país.
La fundación del arzobispado de Grau y de otros obispados lo independizó de la influencia eclesiástica del obispado de Nassau. Todas estas medidas comprobaron la firme voluntad de Esteban de acabar con los últimos restos del paganismo, no mediante ordenanzas punitivas, sino por medio del Evangelio mismo, que llevó hasta las tiendas más apartadas de los pastores en la región de la Pusta.
El vicario de Cristo en Roma, el Papa Silvestre II, bendijo con alegría la obra realizada en tan pocos años por el joven príncipe de Hungría, y le envió una diadema consagrada. En medio del júbilo popular, el gran Esteban fue proclamado rey. Así pues, su poder terrenal quedó firmemente arraigado. El comercio floreció, protegido por la paz y la justicia. En Roma, en Constantinopla y en Jerusalén, con real magnanimidad, Esteban fundó conventos húngaros para hospedar a sus numerosos paisanos que, celosos de su nuevo credo, llegaban en peregrinación a los santuarios de la cristiandad.
Para asegurarle a su hijo el dominio en Hungría, quiso declararlo coregente durante su propia vida. Aún se conserva la “amonestación” que deseaba dirigir a Emerico cuando éste subiera al trono, y que constituye un testimonio conmovedor de sus propios principios. Encarecidamente le pedía conservar con fidelidad el credo católico y confesarlo ante todo el mundo, fomentar el bien de la Iglesia y honrar al clero.
El 8 de septiembre de 1031 iba a coronar a Emerico, pero éste murió el 2 de septiembre. Su muerte fue el golpe más duro que sufrió el santo rey Esteban, ya envejecido.
“La catequesis familiar precede, pues, acompaña y enriquece toda otra forma de catequesis. Además, en los lugares donde una legislación antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis”.
C.T., n. 68.
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