Redacción
Una de las causas de la miseria del mundo es el hecho de que faltan hombres capaces y responsables como políticos y gobernantes. El mismo Señor afirma en el Evangelio de San Juan, que él solo es el Buen Pastor y que de los demás hombres no se puede esperar mucho. En San Mateo 20, 25, Cristo dice que los gobernantes de este mundo esclavizan a sus pueblos y los grandes los dominan como dictadores.
Sin embargo, no han faltado nunca reyes y gobernantes en la historia que trataron de servir al bien común del pueblo. Hombres que han administrado el poder con responsabilidad, es decir, con la conciencia de que tienen que dar una respuesta sobre el tiempo de su gobierno, al que es “Rey de reyes”.
La Iglesia honra como santos al emperador Enrique de Alemania y a su esposa Cunegunda. Con razón la emperatriz ha sido también canonizada. Es una verdad bien probada que las esposas de los gobernantes influyen decisivamente para el bien o para el mal.
Enrique fue educado por el santo obispo Wolfgang de Regensburgo, que logró abrir su mente a los problemas del mundo y de la Iglesia católica. Comprendió y apoyó la reforma que emprendió el obispo en contra de los clérigos y frailes que trataban de enriquecerse.
En el año 1002, Enrique de Bavaria fue elegido el rey de Alemania. En sus 20 años de gobierno su meta principal fue la de crear una paz duradera en el interior, actuando en contra de gobernantes y príncipes que explotaban a los campesinos. A la vez prestó su ayuda a la Iglesia para la restauración de los conventos benedictinos y la colocación de obispos dignos y misioneros.
Casi todos los años se celebraron sínodos nacionales, a los cuales él mismo asistía, como persona consagrada. El Papa Benedicto VIII había puesto sobre las cabezas de Enrique y Cunegunda, personalmente, las coronas de un reino y rezado la liturgia medieval de la consagración de reyes. Innumerables fueron los donativos materiales que regalaron los cristianos reyes a instituciones eclesiásticas, particularmente a la diócesis misionera de Bamberg, creada por el emperador.
Enrique y Cunegunda no tenían hijos, probablemente por una enfermedad renal del rey, de la cual estuvo sufriendo desde el principio de su gobierno. Ambos declararon, en documentos que se conservan, que Cristo debía ser su heredero. La fidelidad del rey a la Iglesia fue recompensada por una visita personal del Papa Benedicto VIII, durante las fiestas pascuales del año 1020, para la consagración de la nueva abadía benedictina en San Esteban, en Bamberg.
El Papa Eugenio III canonizó al emperador Enrique en 1146. El motivo principal de la inscripción, en el registro de los santos reconocidos, era la piedad personal del rey, su humildad y sus penitencias unidas a una vida matrimonial ejemplar.
Después de la muerte del rey, Cunegunda entró como sencilla religiosa en la abadía benedictina de Kaufungen, construida por ella misma.
En la preciosa catedral de Bamberg, regalo de estos santos esposos, descansan sus restos mortales. El Papa Inocencio III declaró santa a Cunegunda en 1200. En el calendario litúrgico de Alemania se ordenó que los dos esposos deben ser celebrados juntos.
"A los laicos pertenece por propia vocación buscar el Reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo en los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad". L.G., n. 31.
Publicar un comentario