Redacción
San Pedro era pescador en el lago de Tiberíades o de Galilea. Nació en Betsaida, población que se supone estaba cercana a Cafarnaum. Se llamaba Simón y era hijo de Jonás o Juan. Su hermano se llamaba Andrés y fue también de los Doce, como él.
Como el Evangelio habla de la suegra de Simón, se deduce que éste era casado. Andrés fue uno de los dos discípulos de Juan el Bautista que vio por primera vez a Jesús. Después de una entrevista con él, llevó a Simón con Jesús, el cual le dijo: "Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú serás llamado Cefas, que en arameo significa Piedra" (Sn Jn 1, 36) Los acontecimientos que siguieron explicarán el sentido del nuevo nombre simbólico.
San Mateo, San Marcos y San Lucas narran la vocación de Pedro al apostolado. San Lucas añade el episodio de la pesca milagrosa, cuando Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: "Señor, apártate de mí porque soy un hombre pecador". Jesús contestó: "No temas, desde ahora serás pescador de hombres" (Sn Lc 5, 8-10). San Pedro ocupa siempre el primer puesto en el Colegio de los Apóstoles.
Jesús le dirigió la palabra en las ocasiones solemnes. En los principales misterios, Pedro fue su compañero y su testigo.
"Hallándose Jesús en Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Y ellos respondieron “Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías; otros que Jeremías, o alguno de los profetas”. Jesús les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Respondió Simón Pedro: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Al oír las palabras de Simón, Jesús hizo un comentario solemne: “Bienaventurado eres tú Simón, hijo de Juan, porque ni la carne ni la sangre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Lo que atares en la tierra, será atado al cielo; y lo que desatares en la tierra, será desatado en el cielo”" (Sn Mt. 16, 13-19). El hijo de Jonás quedó constituido por Cristo como cabeza de su Iglesia.
Después de estas palabras que hicieron de Pedro el fundamento y la piedra angular de la cristiandad, vaciló algunas veces su fe en el Maestro. En el trance supremo de la Pasión de Jesús, negó al Salvador por tres veces, pero después lloró lágrimas amargas de dolor. Su arrepentimiento fue rápido y sincero. Cuando el Espíritu Santo bajó sobre los discípulos, reunidos con María en el Cenáculo, Pedro cumplió el mandamiento del Señor resucitado, quien le había retornado su amistad a orillas del mar de Galilea diciéndole: "Apacienta mis ovejas" (Sn Jn 21, 15). Pedro inició la predicación eclesiástica de la Buena Nueva convirtiendo a los primeros tres mil discípulos. Después de la Ascensión del Señor, por iniciativa de Pedro, se eligió a Matías como sucesor del apóstol que había sido traidor. De camino al templo con Juan, le dijo al cojo de nacimiento: "Levántate y anda" (Hc 3, 6).
San Pedro, después de la Ascensión, vivió por algún tiempo en Jerusalén, confirmando a sus hermanos de aquella ciudad y de los alrededores. En Cesarea de Palestina, abrió las puertas de la Iglesia a la gentilidad en la persona del centurión y su familia. Fue encarcelado por Herodes Agripa y liberado por un ángel.
Una tradición muy respetable atribuye al Príncipe de los Apóstoles la fundación de la cátedra de Antioquía. Presidió el Concilio Apostólico de Jerusalén, hacia el año 50.
Por último, San Pedro llegó a Roma y fue su primer obispo. La fecha de la llegada, la duración del episcopado, el año de su martirio son cuestiones inciertas, sobre las cuales se discute con diversos resultados. La muerte de San Pedro no pudo ser un episodio oscuro. En el último capítulo del Evangelio de San Juan, le dice Jesús a Pedro: "”…cuando seas viejo, extenderás los brazos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras…” Él le dijo eso aludiendo al género de muerte con el cual (Pedro) debía glorificar a Dios" (Sn Jn 21, 18-19). Esta es una confirmación clarísima del suplicio del Apóstol. San Clemente, que recuerda la persecución de Nerón, une a Pedro y a Pablo a las víctimas inmoladas después del incendio de Roma, y lo muestra como el representante más elocuente de la tradición romana.
Entre los más fanáticos perseguidores de los cristianos de Jerusalén, sobresalía un helenista de Tarso, de nombre Saulo, discípulo del célebre rabino Gamaliel, que después sería el gran Apóstol de los Gentiles, San Pablo, cuya memoria se unirá siempre a la del Príncipe de los Apóstoles.
Era hombre culto, que hablaba el griego. Como buen fariseo sabía un oficio: el de hacer tiendas. Es moralmente cierto que no era casado ni rabino. No sabemos exactamente cuándo nació y es casi seguro que no conoció a Jesús durante su vida mortal.
Su milagrosa conversión se celebra en otro día del calendario litúrgico. Después de ella se retiró al desierto arábigo, para ser transformado por Dios en el Apóstol de las gentes.
Acompañado por Bernabé, emprendió tres largos viajes famosos y ganó para Cristo muchas almas en Asia Menor, Creta, Macedonia, Grecia, etc. Fundó iglesias en los más importantes sitios del mundo romano. Las grandes ciudades fueron su patria y el escenario preferido de su actividad. Escribió 14 cartas importantísimas y formó con ellas el núcleo de la teología cristiana.
Finalmente, después de una vida de gracias y de beneficios al prójimo, fue encarcelado en Jerusalén.
Más de cuarenta judíos juraron no comer ni beber hasta haberle dado muerte. Pasó dos largos años prisionero en Cesarea, y ante las insidias de sus enemigos se vio forzado a apelar al César, como ciudadano romano que era. En Roma termina su historia cierta. Es probable que haya visitado España después de haber estado prisionero dos años en la capital del imperio.
Cayó, según la tradición, bajo la espada del verdugo en la persecución de Nerón, probablemente en el año 67, el mismo año en que moría crucificado cabeza abajo el Apóstol Pedro.
"Los Doce, presididos por Pedro, fueron escogidos por Jesús para participar de esa misteriosa relación suya con la Iglesia. Fueron constituidos y consagrados por Él como sacramentos vivos de su presencia, para hacerlo visiblemente presente, Cabeza y Pastor en medio de su Pueblo. De esta comunión profunda en el misterio fluye, como consecuencia, el poder de “atar y desatar”. Considerado en su totalidad, el ministerio jerárquico es una realidad de orden sacramental, vital y jurídico como Iglesia". D.P., n. 258.
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