Redacción
En muchos documentos, particularmente en los del Concilio Vaticano II, la Iglesia exige de los seglares que impregnen todas las estructuras del mundo con el espíritu de Evangelio. Entre los hombres que nos han dejado este ejemplo de ser “luz del mundo”, brilla Santo Tomás Moro.
Su vida se presenta sumamente aleccionadora para los tiempos modernos. Era hombre santo, como político, como abogado, como diplomático y como padre de familia. Era santo como un hombre normal que amaba el mundo y sus valores, creados por Dios; un hombre de altísimas cualidades intelectuales y una cultura humanística extraordinaria y, a la vez, persona humilde, simpática y francamente optimista.
De su padre, el juez Juan Moro, y de su madre, Inés, recibió una educación estricta. Como paje del cardenal Morton, y después en Oxford, asimiló una formación tan universal que hablaba el latín y el griego como su lengua nativa. El gran humanista Erasmo escribiría de él más tarde: "Siempre es amistoso y está de buen humor, y a todo el que lo conoce lo hace sentirse feliz".
A los 25 años llegó a ser miembro de la cámara en el Parlamento y, como único diputado, tuvo el valor de lanzarse contra un nuevo e injusto impuesto del rey Enrique VIII. El pueblo le profesó gran cariño.
Durante cuatro años se retiró a la Cartuja de Londres, de donde sacó la conclusión de que Dios lo había escogido para la vida en el mundo. Se casó con Jane Colt y procreó con ella cuatro hijos: tres niñas y un varón. En contra de la opinión de su familia, insistió en que sus hijas deberían recibir la misma formación universal que su hijo Juan.
Aparte de la Misa diaria, las penitencias voluntarias y visitas a los pobres de barrios miserables, Tomás Moro promovió la lectura de la Biblia con sus hijos, dialogando con ellos sobre el texto. También reunía a los sirvientes y empleados para la formación religiosa y rezos en común.
Igualmente encontró siempre tiempo para cantar, jugar y conversar alegremente con los suyos. En su parroquia de Chelsea cooperó activamente en la liturgia y compró para la parroquia una casa donde se hospedaba a los ancianos inválidos, manteniéndola a sus expensas. Aun siendo el funcionario más alto del rey, no se avergonzaba de confesar su fe en público y de cargar la cruz en las peregrinaciones.
Bien conocida es la disputa con el rey Enrique VIII por la validez de su matrimonio con Catalina y por su absurda exigencia de convertirse, siendo laico, en “cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra”.
Si Tomás Moro es el ejemplo del hombre íntegro, dispuesto a “perder la vida” por amor a Cristo, el rey es el tipo antievangélico “que busca su vida”, egoísta hasta el grado de correr, sobre el ancho camino de la carne y la sangre, a su perdición.
El 12 de abril de 1534 Tomás Moro fue citado ante la Suprema Corte de justicia, junto con el cardenal Fisher, a prestar el juramento de la supremacía del rey. Aunque ambos conocían el camino hacia su cruz: una larga y dolorosa prisión que seguramente culminaría en la muerte “como traidores”, siguieron la voz de su conciencia. Los quince meses que pasó Tomás Moro en las celdas húmedas y frías de la Torre de Londres, fueron de íntima solidaridad con la agonía del Señor. Su cruz más pesada no fue la corrupción de los jueces, de los obispos y del clero, quienes apostataban más por debilidad que por malicia, sino las presiones que ejercieron sobre él su segunda esposa, Alicia, sus hijos y sus yernos, para que aceptara el juramento del rey y pudiera así “salvar su vida”. Tomás Moro amaba a su familia, sus amigos, la vida, sus éxitos profesionales; pero sabía bien que todo esto es relativo. El único valor absoluto es Dios. En la hora del conflicto siempre prevaleció la fidelidad al Señor.
En la madrugada del 6 de julio de 1535 tuvo que atravesar una larga fila de compatriotas para llegar a Tower Hill, donde lo esperaba el cadalso. Dijo una oración por el rey, luego ofreció su cabeza al verdugo. Cuando éste levantaba el hacha, Tomás Moro con un ademán apartó su barba, diciendo en voz alta en medio del sofocante silencio: "Al menos ella no ha cometido alta traición". Así, con una broma en los labios, entregó su vida por Cristo y la Iglesia, con la seguridad de Poder contemplar el rostro de Dios.
Desde 1534 hasta 1681 se lanzó contra los católicos de Inglaterra el furor de una sangrienta persecución. Entre esos millares de mártires, sólo conocidos por Dios, la Iglesia ha escogido a 316 que fueron beatificados por León XIII en 1866. El Papa Pío XI canonizó al cardenal Fisher y a Tomás Moro 400 años después de su martirio, diciendo: "Busco a unos hombres que defiendan la fe como ellos”.
"En razón de la misma economía de la salvación, los fieles han de aprender diligentemente a distinguir entre los derechos y obligaciones que les corresponden por su penitencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la sociedad humana. Procuren apoyarlos armónicamente entre sí, recordando que, en cualquier asunto temporal, deben guiarse por la conciencia cristiana, ya que ninguna actividad humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios".
L.G., n. 36.
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