Redacción
San Luis Gonzaga, primogénito de Ferrante Gonzaga, marqués de Castiglione y de Marta Tana Santena, dama de honor de la esposa de Felipe II, rey de España, nació el 9 de marzo de 1568 en el palacio de Castiglione delle Stivieri, en la región italiana de Lombardía.
Su madre lo educó cristianamente y no tardó Luis en mostrar inclinaciones poco comunes para la virtud. Su padre pretendía que se dedicara a las armas, por las que también manifestaba el niño gran afición y gusto. A los cinco años de edad, estando en Casal, cargó Luis incautamente una pieza de artillería que, al dispararse, estuvo a punto de destrozarlo. En el trato con los soldados aprendió a decir algunas palabras malsonantes, una costumbre que después deploró amargamente toda la vida. Vivió en la corte del duque de Toscana. En Florencia hizo voto de perpetua castidad cuando tenía apenas 9 años. Allí tomó por primera vez la Sagrada Eucaristía, de manos de San Carlos Borromeo. Luego pasó a Mantua y después a España, donde estuvo dos años en la corte de Felipe II.
En todas partes dio muestras de madurez de juicio superiores a sus años, así como de una elevada santidad. Imitaba los ejemplos de los santos conforme se describía en los escritos de entonces. Lo admirable en Luis era la extraordinaria tenacidad y fuerza de voluntad con que siguió las indicaciones de la voluntad de Dios. Renunció al título de príncipe, que le correspondía por derecho de primogenitura, a favor de su hermano Rodolfo e ingresó, el 25 de noviembre de 1585, en la Compañía de Jesús en Roma.
A las seis semanas de haber entrado en el noviciado, murió don Ferrante, su padre, el cual había reformado enteramente su vida ante el ejemplo de su hijo. Tuvo Luis el don de la oración, siendo Dios su principal y aun su único Maestro. Su devoción por la Santísima Virgen era tierna y filial. Cuando San Roberto Belarmino, su confesor, daba a los estudiantes jesuitas ciertos preceptos o reglas para la meditación, solía decir: "Esto lo aprendí de nuestro hermano Luis".
Tenía tan mortificados todos sus sentidos, que parecía haber casi perdido el uso de ellos. No dejaba de ser divertida su conversación ni le faltaba la sal de la gracia para sazonarla, además era de ingenio pronto y perspicaz y sobresalió en sus estudios de filosofía y teología; pero su salud fue siempre delicada y tuvo la revelación de que viviría poco.
Resolvió acertadamente las diferencias que se suscitaron entre su hermano Rodolfo y el duque de Mantua. Cuidando enfermos durante una de las epidemias de peste en Roma, contrajo la enfermedad que lo llevó a la tumba. Se despidió de su madre por carta. A diferencia de sus otras cartas, formales y estiradas, ésta fue escrita desde el fondo de su corazón, compenetrado de las verdades eternas y del cariño filial.
El jueves 21 de junio de 1591 entregó dulcemente su espíritu, cuando tenía poco más de 23 años de edad y seis de su ingreso en la Compañía de Jesús.
Treinta años después, en 1621, fue beatificado por el Papa Gregorio XV. A la ceremonia asistió su madre. En 1727, el 31 de diciembre, Benedicto XIII lo elevó al honor de los altares. El 13 de junio de 1926, Pío XI lo nombró patrono de la juventud cristiana.
"Oiréis a muchos deciros que vuestras prácticas religiosas están irremediablemente desfasadas, que dificultan vuestro estilo y vuestro futuro. Incluso muchas personas religiosas adoptarán tales actitudes, inspiradas en la atmósfera circundante, sin darse cuenta del ateísmo práctico que estará en sus orígenes.
Una sociedad que de este modo haya perdido sus más altos principios morales y religiosos, se convertirá en una presa fácil para la manipulación y la dominación por parte de fuerzas que, so pretexto de una mayor libertad, la esclavizará más aún.
Es necesario algo más; algo que podéis encontrar tan sólo en Cristo, porque él solo es la medida y la escala que debéis utilizar para evaluar vuestra vida.
En Cristo descubriréis la verdadera grandeza de vuestra propia humanidad: él os hará entender vuestra propia dignidad como seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26)".
Juan Pablo II, Homilía a los jóvenes de Irlanda en Galway,
30 de septiembre de 1979.
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