Redacción
Los Padres de la Iglesia primitiva siempre han defendido una tesis que tiene gran importancia para la obra misionera de la Iglesia: "el alma humana es, por naturaleza, cristiana"; es decir, que si un hombre busca sinceramente la verdad, puede y hasta debe encontrarla en Cristo, siempre que haya quien predique a Cristo y el Señor coopere con su gracia.
La vida del seglar y filósofo Justino, nos demuestra la verdad de esta sentencia.
Según San Pablo, para los griegos la cruz de Cristo era una estupidez. Justino, pagano de origen griego tenía el deseo de llegar a la verdad por medio de las mejores escuelas filosóficas del segundo siglo después de Cristo. Las ideas de Platón le impresionaron profundamente, pero no acabaron con su escepticismo. En Efeso encontró un hecho que lo hizo reflexionar: los cristianos eran considerados “criminales ateos”, pero, ¿cómo eran capaces de morir con tanto heroísmo, incluso perdonando a sus verdugos? Estudió la Biblia, pidió iluminación y se hizo cristiano.
Lo que nunca podía aceptar era el hecho de que los cristianos tenían que vivir escondidos, como una secta perseguida, tolerando todas las calumnias, sin ninguna defensa. En cierta ocasión dijo:
Tenemos la obligación de dar a conocer nuestra doctrina para no marcharnos con la culpa de poder decir la verdad y callarla. Eso atrae la cólera divina."
Así, vestido con su túnica de filósofo, se convirtió en el primer catequista que, en público, defendió y propagó la semilla del Evangelio, caminando sin miedo por Asia Menor, por Grecia, hasta llegar a Roma. Discutió con los paganos, herejes y judíos. De las obras apologéticas de San Justino se ha conservado el Diálogo con el judío Trifón, en donde, según el método de Sócrates, por discusiones y conclusiones necesarias se llegó al núcleo inevitable de la verdad.
El mismo método siguió en Roma, donde abrió una escuela pública de filosofía y teología. Por el respeto a su título de filósofo pudo realizar una preciosa obra de evangelización, según dos principios fundamentales: el primero, que la fe y la verdad no se pueden contradecir, porque el único autor de ambas es Dios; segundo: defendió la tesis del pecado original, por el cual el hombre está inclinado al error y busca pretextos para liberarse de las conclusiones de la verdad que sí puede conocer.
Tuvo valor de mandar dos apologías de la fe cristiana al mismo emperador Antonio y al Senado pagano de Roma, en donde explicaba la falsedad de las acusaciones contra los cristianos como “ateos” y demostraba la dignidad del hombre renacido en Cristo y nutrido por los sacramentos de la Iglesia.
Naturalmente, la corrupción del paganismo se cerró a las luminosas explicaciones, y el primer filósofo cristiano fue detenido con otros seis compañeros y decapitado.
Se verificaron entonces sus propias palabras acerca de la injusticia de los jueces romanos:
No condenéis ese nombre de cristianos… Es una monstruosidad jurídica, una anomalía en el conjunto de las leyes romanas… un ultraje a la razón y a la equidad…".
"A nadie es lícito participar de la Eucaristía, si no cree que son verdad las cosas que enseñamos, si no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, ni vive como Cristo nos enseñó.
Porque no tomamos estos alimentos como si fueran un pan común o una bebida ordinaria, sino son precisamente la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó".
San Justino, Primera apología en defensa de los cristianos, caps. 66-67.
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