Redacción
"Preparad el camino del Señor, haced rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios".
Con estas palabras el evangelista San Lucas (3, 5), inspirado por el Espíritu Santo, señalaba a San Juan Bautista predicando en el desierto. Varios siglos antes el profeta Isaías anunciaba en sus predicciones, con palabras semejantes, la llegada del Mesías y los preparativos del pueblo para recibirlo. Juan, más afortunado que el profeta, pudo anticiparse inmediatamente al Mesías y cumplir con su misión de Precursor, allanando el camino del Señor hasta el corazón del pueblo. Nació éste en Judea seis meses antes de que naciera Cristo. Fue milagroso el nacimiento de Juan, porque un ángel lo anunció a sus padres, ya ancianos.
Seguramente que recibió una esmerada educación al estilo judío, puesto que su padre, Zacarías, era un sacerdote israelita. Éste, inspirado por el Espíritu Santo, había vaticinado que Juan "sería profeta del Altísimo e iría delante del Señor para preparar sus caminos". (Sn Lc. 1, 76).
Siguiendo su vocación profética extraordinaria, Juan se retiró desde muy joven al desierto, en donde llevó una vida de gran austeridad: vestía pieles de camellos, se alimentaba de langostas y miel silvestre y, sobre todo, vivía entregado a la oración.
Muy pronto, hacía el año 26 ó 27 de nuestra era, comenzó a predicar la sincera conversión a Dios, no sólo a los pecadores declarados y públicos, sino también a los encubiertos, que se consideraban intachables, como los fariseos y doctores de la ley. "Convertíos, pues llega el Reino de los Cielos" (Sn Mt 3,2).
Las muchedumbres acudían en tropel a escuchar su predicación y en señal de sincera conversión se hacían bautizar, es decir, que recibían de manos de Juan un baño en las aguas del Jordán, para simbolizar el sincero deseo de purificarse de sus pecados.
También Jesucristo fue a hacerse bautizar por Juan. Éste, iluminado por el Espíritu Santo, lo reconoció como quien era, el Mesías, el Hijo verdadero de Dios. Tembloroso, el Bautista se negaba a bautizarlo. Pero Jesús insistió por su profunda humildad, por esa misma humildad por la que se había hecho hombre y vivía como hombre, tomando sobre sí la responsabilidad de los pecados de toda la humanidad. Finalmente Juan se resignó a bautizar a Jesús. Entonces se abrieron los cielos, descendió el divino Espíritu en forma de paloma sobre el Mesías, y se oyó la voz del Padre que lo declaraba su Hijo muy amado a quien se debe escuchar (cfr. Mt. 3, 17).
Juan Bautista se sintió en el colmo de la felicidad: el Mesías, Hijo de Dios, se había manifestado esplendorosamente ante sus ojos y los de los discípulos. Varios de éstos, como Andrés, Simón, Juan, Felipe, Natanael siguieron a Jesús y recibieron el nuevo bautismo "en el Espíritu y en el fuego" (Lc 3, 16), bautismo verdadero que no era sólo un símbolo, como el de Juan, sino un sacramento que perdona los pecados y hace hijos de Dios.
Otros discípulos y algunos judíos pretendían proclamar como Mesías al propio Bautista. Éste se negó rotundamente a semejante superchería y dio testimonio con su vida y con su muerte de que sin la penitencia y genuina conversión no es posible creer en JESÚS, EL Cristo, el Hijo de Dios. Juan proclamaba de sí: "Es necesario que yo disminuya y que él (Jesús) crezca" (Jn 3, 30).
"Conservemos la alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo -como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia- con un ímpetu interior que nadie ni nada será capaz de extinguir".
E.N., n. 80.
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