Redacción
Nace en Lisboa en 1195. Se llama Fernando. Antonio significa: defensor de la verdad. Muy joven se hizo agustino.
Trabó amistado con un grupo de franciscanos y quiso imitar a San Francisco. Para ello se separó de los agustinos. A los 27 años se hizo franciscano y tomó el nombre de Antonio en recuerdo de San Antonio Abad.
San Francisco le dice: “Su oficio es el de predicador” y por obediencia recorre pueblos y ciudades predicando. Su predicación conmovía los corazones y transformaba las voluntades. Las multitudes lo seguían.
Fue a evangelizar al África pero el clima y el trabajo lo enfermaron. Se embarcó para España pero una tempestad lo llevó a Italia. Allí y en Francia predicó previniendo a la gente para que no se dejara engañar por los herejes albigenses.
Fijó su residencia en Padua, ciudad universitaria. Allí consiguió los mejores frutos de sus sermones y adquirió una fama inmensa. Fue un evangelizador incansable y sigue haciendo mucho bien. Repetía que el gran peligro del cristiano es predicar y no practicar, creer pero no vivir de acuerdo con lo que se cree.
Desde niño se consagró a la Sma. Virgen y a Ella encomendaba su pureza. Surio dice que visitaba al Smo. Sacramento en muchas iglesias y que era sumamente compasivo con los pobres.
En la juventud fue atacado duramente por las pasiones sensuales pero no se dejó vencer y con la ayuda de Dios las dominó. Esta crisis de la juventud que para otros es el principio de la vida de pecado, fue para él la ocasión de buscarse un modo de vivir que lo preservara y así se fue a vivir a un monasterio a los 17 años y dicen sus antiguos biógrafos que ya en aquellos años llegó a un altísimo grado de santidad. Sus estudios preferidos eran los de la Sagrada Escritura. Se dedicaba a la oración y al estudio pero vio que en aquel convento estaban algunos que no eran tan santos como él lo deseaba y dispuso hacerse franciscano.
Cuando llegaron a Portugal los restos de los primeros mártires franciscanos de Marruecos se entusiasmó Antonio por la vida franciscana y consiguió ser admitido en ella. Pidió ir a Marruecos para ser martirizado, pero allá enfermó y tuvo que devolverse.
Estuvo en el Capítulo de las Esteras cuando se reunieron todos los franciscanos del mundo en 1221 y allí pasó inadvertido. Pidió a un franciscano que le prestara su celda en una cueva en un monte y allí pasaba el día rezando y haciendo penitencia. Se desmayaba de tanto ayunar.
Pero su ciencia no era luz para quedarse debajo del celemín. En 1221 el superior lo encargó de predicar un sermón ante los religiosos que iban a ser ordenados sacerdotes y brilló de tal manera su saber en aquel sermón que el provincial decidió dedicarlo únicamente a predicar.
Lo enviaron a Romaña, provincia del sur de Italia cuya capital era Ravena y que estaba infectada de herejes cátaros. Antonio empezó a luchar contra ellos aprovechando el inmenso caudal de ciencias que había adquirido en sus años de soledad y las reservas de fervor que había acumulado en sus años de oración.
En Rímini los herejes impedían que el pueblo acudiera a sus sermones. Entonces acudió al milagro. Se fue a la orilla del mar y empezó a gritar:
Oigan la palabra de Dios, Uds. los pececillos del mar, ya que los pecadores de la tierra no la quieren escuchar”.A su llamado acudieron miles y miles de peces que sacudían la cabeza en señal de aprobación. Aquel milagro conmovió a la ciudad y los herejes tuvieron que ceder. San Francisco le escribió: “Me alegra que tenga por oficio enseñar a otros a comprender la Sagrada Escritura. Pero que el estudio no apague el fervor por la oración”.
El Papa quiso que se enviaran muchos misioneros a Francia a combatir la herejía de los albigenses. Antonio fue enviado a Montpellier y Tolosa. Argumentaba con admirable sabiduría a los herejes y conmovía sus corazones. Tenía una impresionante fuerza de persuasión para convencer. Antonio poseía todas las cualidades de un buen predicador: ciencia, elocuencia, un formidable poder para conmover, gran deseo de salvar las almas y una voz sonora y agradable que llegaba hasta muy legos. Además estaba dotado del poder de hacer milagros.
Poseía una personalidad extraordinariamente atractiva, casi magnética. Los pecadores caían de rodillas a sus pies. A donde quiera que fuera las gentes acudían en tropel a escucharle. Bastaba que empezara a predicar para que los pecadores comenzaran a conmoverse y los indiferentes a entusiasmarse.
Horas antes de que empezaran sus sermones ya las iglesias estaban repletas de fieles, y muchas veces tuvo que predicar en las plazas porque en los templos no cabía la gente.
De 1227 a 1230 fue Provincial de la Romaña. Luego fue enviado a Padua. Dice un biógrafo de ese tiempo: “Era poderoso en obras y en palabras. Su cuerpo habitaba esta tierra pero su alma vivía en el cielo”.
Escribió sermones para todas las fiestas del año.Predicaba los 40 días de cuaresma y a pesar de la hidropesía que lo atormentaba. La gente se lanzaba a tocarlo y era necesario un escuadrón de hombres para protegerlo después de los sermones. Le quitaban pedazos de hábito.
En Padua, todos lo amaban, y fue en esa ciudad donde principalmente logró ver admirables frutos de su predicación. Las multitudes cambiaban de conducta de una manera nunca antes vista, al oírlo a él. La paz volvía a los que estaban peleados y muchos devolvían lo que se habían robado. Luchó fuertemente para que los que prestaban dinero no cobraran intereses demasiado altos y obtuvo que a los pobres no les echaran a la cárcel por deudas.
Tenía una gran devoción al Niño Jesús y se dice que logró contemplar en visión cómo era Jesús cuando era niño.
Consumido por el esfuerzo y la enfermedad sintió venir la muerte. Entonó un canto a la Sma. Virgen y sonriendo dijo: “Veo venir a Nuestro Señor” y murió. Era el 13 de junio de 1231. La gente recorría las calles diciendo: “¡Ha muerto un santo! ¡Ha muerto un santo!”.
Murió de sólo 35 años y durante sus funerales se produjeron impresionantes demostraciones de cariño de las gentes de Padua hacia él. La ciudad de Padua ha conservado sus restos con enorme devoción durante más de siete siglos y le construyó una bellísima basílica.
Uno descreído pidió al santo que le probara con un milagro que Jesús sí está en la Santa Hostia. El hombre aquel dejó a su mula tres días sin comer, y luego cuando la trajo a la puerta del templo le presentó un bulto de pasto fresco y al otro lado a San Antonio con una Santa Hostia. La mula dejó el pasto y se fue ante la Santa Hostia y se arrodilló.
Dios quiso glorificar su sepulcro obrando allí infinidad de milagros. El Papa Gregorio XI lo declaró santo al año de muerto. Pío XII lo declaró “Doctor Evangélico”. La gente experimenta que él conmueve el bolsillo de los ricos para ayudar a los pobres y consigue buenos matrimonios. La experiencia de cada día enseña que San Antonio no defrauda a los que le rezan con fe. Es muy especial protector para encontrar objetos que se habían perdido.
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