Redacción
En el siglo XI, el Cuerpo místico de Cristo, su Iglesia, sufría tan profundas heridas que parecían incurables. Eran, ante todo, males del clero.
El alto clero
Obispos y abades, tenían muchas veces, unidos a su dignidad jerárquica, otros oficios y dignidades de parte de los reyes, convirtiéndose así en nobles con poderes civiles. Por este motivo, los reyes se habían adjudicado el derecho de influir sobre la elección de los obispos y prelados, o simplemente los escogían y obligaban al Papa a aceptarlos.
En el bajo clero, y en general en toda la Iglesia, también se había difundido otro tremendo mal: la venta de oficios y beneficios eclesiásticos por dinero. Así no fueron los más dignos los que ocuparan los puestos importantes para aceptar la grey de Cristo, sino al contrario, muchos indignos, como lo demostraron por su vida secular y viciosa.
En esta forma invadió a la Iglesia el concubinato: sacerdotes que vivían públicamente, en contra de sus votos, con mujeres e hijos. El Papa que tuvo que luchar contra todas estas dificultades y logró restaurar la libertad e integridad de la Iglesia de aquel siglo fue Gregorio VII.
Una gran influencia ejerció sobre el joven sacerdote Hildebrando la famosa abadía de Cluny, en Francia, donde aquellos santos abades, Odo y Hugo, pusieron la semilla para la reforma total de la Iglesia en la Edad Media. El Papa León IX se llevó al joven sacerdote a Roma y, con su apoyo y el de los siguientes Sumos Pontífices, llegó a los puestos más influyentes de la Curia romana de entonces.
Al morir el Papa Alejandro II, en 1073, Hildebrando tenía que dirigir como archidiácono los funerales pontificios y preparar la elección del nuevo Papa. Espontáneamente, el pueblo, el clero y por fin los cardenales, lo aclamaron como nuevo Papa.
Ya en 1074 Gregorio VII, como quiso llamarse, prohibió absolutamente la investidura de obispos y abades por parte de los seglares y amenazó con la excomunión a los desobedientes. El rey alemán Enrique IV no hizo caso y nombró arzobispo de Milán a un sujeto de su benevolencia en contra del arzobispo ya nombrado y consagrado por el Papa.
La excomunión no se hizo esperar contra el rey y los obispos rebeldes, y fue en la famosa escena de Canossa cuando el rey obtuvo la absolución tras rigurosa penitencia pública frente al palacio papal. Durante sus últimos cinco años de vida tuvo que luchar de nuevo el Pontífice contra el clero-papismo y contra la división dentro de la misma Iglesia.
Gregorio VII se vio obligado a huir de Roma, asaltada por el rey Enrique IV, quien impuso un antipapa. Casi abandonado por todos, murió en Salerno, el 25 de mayo de 1087.
En 1606 el Papa Pablo V lo declaró santo. El Papa San Pío X hizo embellecer su tumba en la catedral de Salerno con aquellas palabras históricas del Pontífice tan duramente probado:
Amé la justicia y odié la iniquidad, por eso muero en el destierro”.(Salmo 44, 7).
“Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la “vanidad de la creación”, más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro del hijo pródigo, siempre a la búsqueda de la “manifestación de los hijos de Dios”, que están llamados a la gloria. Esta revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo”.
R. H., n. 8.
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