Redacción
Atanasio fue desterrado cinco veces y tuvo que vivir más de 16 años lejos de su patria; en varias ocasiones estuvo en peligro de perder la vida por la espada del verdugo y por el puñal del asesino a sueldo; durante toda su vida fue perseguido, pero nunca traicionó la fe en Cristo y de la Iglesia para comprar su libertad.
Fue hijo de la metrópoli alejandrina, nacido alrededor del 295. Cuando aún se mecía en la cuna, la persecución de Maximiano asoló la ciudad. Cuando creció, los fieles cristianos, cubiertos de cicatrices, le mostraron las tumbas de aquellos que pagaron su lealtad a la fe con la propia vida.
La obra más importante de su vida fue, sin duda alguna la lucha contra Arrio, quien negó la divinidad de Cristo, y había llegado a Alejandría vistiendo la túnica de asceta.
En el año 325, el Concilio de Nicea condenó la doctrina de Arrio y lo excluyó de la comunidad de los fieles. Más de trescientos obispos se habían reunido en Nicea y uno de sus prohombres fue el obispo Alejandro, de Alejandría, a quien acompañaba su diácono Atanasio, entonces secretario suyo.
Los arrianos lograron convencer al ingenuo Constantino de la validez de su doctrina, de suerte que revocó el destierro de Arrio. Atanasio no pudo dar su consentimiento; y, naturalmente, toda la ira de los arrianos se concentró en él, logrando su destitución y destierro. El pueblo católico, que no quería prescindir de su pastor, hizo protestas públicas, las cuales fueron aplastadas con crueldad.
Una carta que por entonces escribió Atanasio a los obispos de Egipto desde su escondite, vibra de dolorosa indignación por la sangre inocente derramada por haberse extendido la discordia en todas direcciones.
Atanasio se retiró a Roma y, siete años más tarde, con la participación entusiasta de todo el pueblo, pudo volver a su sede episcopal.
Aprovechó aquel breve período de paz, para reconfortar a los obispos de las tierras del Nilo y a los monjes del desierto, quienes, al comprender mejor sus ideas, fueron reclutados como nuevos pastores para las sedes vacantes.
Cuando estalló otra ola de violencia, la Iglesia de Alejandría ya estaba preparada. Bajo amenazas de muerte, los obispos fueron obligados a rechazar a Atanasio o a cumplir su destierro.
Desde su escondite, Atanasio gobernó su diócesis; sus apasionadas cartas circulares iban pasando de mano en mano.
La muerte de Constancio, en el 361, sólo proporcionó un alivio pasajero. Su sucesor, Juliano el Apóstata, desterró a Atanasio por cuarta vez y el emperador Valente por una más, cuando Atanasio contaba ya con 70 años de edad.
Encanecido por la lucha y los sufrimientos, ya no pudo soportar la larga caminata para llegar a los conventos del Nilo, donde se encontraban sus amigos; prefirió esconderse en el cementerio de la ciudad de Alejandría, cerca de la tumba de sus padres.
Finalmente, la presión del pueblo obligó al emperador Valente a levantar la orden de destierro, permitiendo al santo anciano, durante los últimos años de vida, quedarse en paz en su ciudad episcopal hasta su muerte acaecida el 2 de mayo del 373.
"A lo largo de veinte siglos de historia, las generaciones cristianas han afrontado periódicamente diversos obstáculos a esta misión de universalidad…
La obra evangelizadora de la Iglesia es gravemente dificultada, si no impedida, por los poderes públicos. Sucede, incluso en nuestros días, que a los anunciadores de la Palabra de Dios se les priva de sus derechos, son perseguidos, amenazados, eliminados sólo por el hecho de predicar a Jesucristo y a su Evangelio."
E.N. n. 50.
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