E
n una escandalosa muestra de irresponsabilidad, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, desafió ayer en un mitin de seguidores suyos las medidas de confinamiento establecidas por los mandatarios estatales de ese país para mitigar los contagios de SARS-CoV-2, en momentos en que el ritmo de infecciones se acelera, la cifra de fallecidos al día ha superado 400 y la pandemia aún no ha llegado a su punto máximo entre la población brasileña, según estimaciones de los expertos.
Por desgracia, no es el único caso. En Estados Unidos, sectores de la derecha política, alentados por declaraciones del presidente Donald Trump, han empezado a movilizarse para exigir en forma precipitada el levantamiento de las medidas de reclusión y distanciamiento, y algunos gobiernos estatales, por convicción o por presión, han permitido la reapertura de restaurantes, tiendas y otros negocios –son los casos de Luisiana, Colorado, Carolina del Sur y Texas–, cuando el país acumula más de un millón 100 mil contagios y 67 mil 680 muertes en tres meses, cifra superior, esta última, a las bajas mortales sufridas por la superpotencia en los 13 años de la guerra de Vietnam.
En forma paralela, y de manera sincronizada, estamentos opositores de España, Argentina y México han difundido en redes sociales la consigna basta de cuarentena
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Un denominador común en todos esos casos es el recurso de apelar a las carencias materiales de las personas, ciertamente agudizadas por el parón antiepidémico, y a la urgencia de reactivar la economía.
Sin desconocer que, en efecto, la suspensión de labores en buena parte de los sectores económicos y el confinamiento de centenas de millones de personas en sus hogares han conllevado severos perjuicios en el nivel y la calidad de vida de la gente y causado un gravísimo desastre a la producción, el comercio y las finanzas de todo el planeta, debe considerarse que la catástrofe económica y el sufrimiento de las poblaciones serían mucho mayores si se levantaran de manera precoz las restricciones; ello causaría que la pandemia cobrara nueva fuerza, que la carga de enfermedad subiera a niveles casi inimaginables, las muertes se multiplicarían y colapsarían los servicios de salud y funerarios.
Paradójicamente, esas campañas irresponsables surgen de los mismos que hasta hace no mucho minimizaban la amenaza del nuevo coronavirus –casos de Trump y Bolsonaro– y que poco después, en los países en los que son oposición, denunciaran un supuesto ocultamiento de las cifras por parte de los gobiernos con el presunto propósito de esconder circunstancias catastróficas. Pero, salvo en el caso de Ecuador, donde la presidencia de Lenín Moreno se vio desbordada por la crisis sanitaria y perdió del todo el conteo de contagios y fallecimientos, no hay indicios que permitan suponer prácticas de adulteración de las cifras en el resto de las naciones.
De los casos referidos resulta inevitable suponer que no es siempre la ignorancia la que lleva a exigir una vuelta precipitada a la normalidad, que tendría consecuencias necesariamente devastadoras, sino que detrás de esas posturas hay también un componente inocultable de mala fe.
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