Redacción
Tekakwitha nació en 1659; era hija de un noble indio de la tribu de los mohawks. Su nombre significa “la que coloca las cosas en orden”. Su aldea estaba situada cerca de Auriesville en el estado de Nueva York. Muy cerca de dicha aldea, diez años antes, Juan de Brebeuf y sus hermanos de la Compañía de Jesús murieron martirizados, por Cristo.
El padre de Tekakwitha era aún pagano; su madre, de la tribu de los algonquinos, había abrazado la fe cristiana. A causa de los pocos misioneros y la falta de catequistas, la preparación de aquellos primeros cristianos entre las tribus de los indios de Estados Unidos de Norteamérica era muy deficiente.
A los cuatro años de edad la niña quedó huérfana. Una epidemia mató a sus padres y a su hermanito recién nacido. Ella misma contrajo la enfermedad, pero pudo vencerla y recuperarse poco a poco con los cuidados de Anastasia, una amiga cristiana de su madre. Sin embargo, desde entonces su salud quedó muy quebrantada; fue perdiendo la vista y su cara quedó cubierta de cicatrices.
Su tío Jowerano, también jefe de los indios mohawks, la adoptó, según las costumbres del pueblo, y entregó a la niña al cuidado de dos tías que vivían con él. En los siguientes años aprendió todos los quehaceres de una joven indígena, tanto en la casa como en el campo. El tío y toda la familia habían rechazado la fe cristiana de los misioneros blancos y lógicamente no aceptaban que Anastasia influyera en su sobrina, a tal grado que la pobre Anastasia decidió emigrar a uno de los pueblos ya cristianos en el vecino Canadá.
Cuando Tekakwitha tenía 18 años, llegaron los padres jesuitas a la aldea de los mohawks. Para mantener la paz con las poderosas tropas francesas de ocupación, el jefe de la tribu permitió la predicación de la Buena Nueva. Entre los primeros que se interesaron por la catequesis estaba aquella muchacha, que fue conocida más tarde como “El lirio de los mohawks”.
El domingo de Pascua de 1676 recibió el Bautismo, de manos del padre jesuita Jacques de Lamberville, en la capilla misionera de San Pedro de Fonda. El sacerdote le dio el nombre de Catalina.
Desde el momento de su conversión empezó un verdadero martirio para Catalina de parte de sus familiares, todavía paganos. Siempre que iba a la capilla para participar en la Santa Misa o en la adoración al Santísimo Sacramento, tenía que soportar toda clase de insultos, golpes y hasta pedradas. Podemos considerar a Catalina como testigo heroico de la “santificación del domingo”, profanado por tantos malos católicos. Por la fiel asistencia a la Misa dominical y por la observancia del precepto eclesiástico del descanso religioso, sus parientes no sólo la humillaban, sino que la dejaban sin probar bocado.
Catalina, con una resolución digna de los primeros cristianos, renunció absolutamente a todos los ritos paganos de su tribu y asimismo se negó rotundamente a contraer matrimonio con el joven indígena designado por sus parientes.
Ni las amenazas, ni los golpes, ni las astutas tentaciones de sus parientes pudieron quebrantar la heroica firmeza de Catalina, quien al romper con todas las costumbres paganas buscaba la libertad de Cristo. En la veneración a la Santísima Virgen María, Catalina encontró la dignidad incomparable de la mujer y a la vez una fuerza especial para soportar los sufrimientos cotidianos.
Finalmente, el padre Jacques de Lamberville, S. J., la convenció de que huyera en compañía de dos cristianos a La Prairie, población católica situada a 300 kilómetros de su aldea, ya en territorio canadiense.
Catalina conocía sus limitaciones: estaba enferma, casi no veía y sabía perfectamente que corría el peligro de ser asesinada por los despechados miembros de su tribu. Se decidió y, en medio de grandes penalidades, pudo presentarse en el otoño de 1677 al párroco de Canghawaga, con una carta del padre Jacques, que decía lo siguiente: “Te envío a Kateri Tekakwitha. Pronto vas a descubrir qué clase de joya te he encomendado. ¡Cuídala bien!”.
El nuevo párroco tomó a su cuidado a Catalina, la formó como catequista de los niños y le encargó la atención de los enfermos y ancianos.
En la fiesta de la Anunciación de 1679 ofreció a Dios el voto de perpetua virginidad, dentro del estado seglar.
Poco después su salud empezó a decaer, y al inicio de 1680 se hizo patente que esta joven vida, consagrada a Dios, pronto iba a extinguirse.
El 17 de abril –miércoles de Semana Santa de 1680—terminó su pasión. En el momento de su muerte, lo atestiguan los misioneros y personas presentes, el rostro de la joven, desfigurado por las cicatrices y los sufrimientos, se transformó en un rostro de celestial belleza: las cicatrices habían desaparecido completamente y en los labios se dibujaba una sonrisa angelical.
A partir de su muerte, entre los habitantes de la población, especialmente entre los indígenas, empezó a desarrollarse la convicción de su santidad y valimiento ante Dios, comprobada por numerosas gracias y prodigios.
El Papa Pío XII la declaró venerable en 1943 y el Papa Juan Pablo II la beatificó el 22 de junio de 1980, siendo la primera seglar y la primera beata indígena de los Estados Unidos de América. Fue canonizada el 21 de octubre de 2012, por el Papa Benedicto XVI.
En el lugar de su nacimiento, en Auriesville, N.Y.; se levanta actualmente un imponente santuario en honor de los mártires católicos de los Estados Unidos, en donde también se honra la memoria de Catalina Tekakwitha.
“Los jóvenes no deben considerarse simplemente como objeto de la solicitud pastoral de la Iglesia; son de hecho –y deben ser incitados a serlo—sujetos activos, protagonistas de la evangelización y artífices de la renovación social. La juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del propio “yo” y del propio “proyecto de vida”; es el tiempo de un crecimiento que ha de realizarse “en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres”. (Lc 2, 52).
C.L., n. 46.
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