Redacción
Nuestra santa fue la última de veinticinco hijos del pintor Jaime Benincasa y de Lapa, su mujer, y probablemente haya sido una de las mujeres más sobresalientes de la historia de Italia. Murió en Roma a los 33 años de edad.
El Papa Pío XII la declaró patrona de Italia en 1939 y el Papa Pablo VI la elevó, junto con Santa Teresa de Ávila, a la dignidad de “doctora de la Iglesia”.
En contra de la afirmación de que la mujer sigue discriminada por la Iglesia, Catalina de Siena demuestra cuánta actividad puede desarrollar una mujer santa y con qué autoridad puede intervenir aun en los asuntos más importantes de la Iglesia y de su patria, si es sumisa y obediente a la voz de Cristo.
La grandeza de Catalina radica en su vida cristocéntrica llevada desde su niñez, sin duda fruto de una especial vocación. A los 6 años de edad descubrió a Cristo en su corazón. Aunque de carácter alegre, buscaba la soledad y la oración. Se acercaba también a otros niños para despertar en ellos la presencia de Cristo en el alma de todo bautizado.
A la edad de 12 años la dejaron finalmente en paz, en su celda de la espaciosa casa de Siena. La celda, que todavía se conserva y que ha sido transformada en oratorio, fue mudo testigo de sus oraciones y penitencias. Allí también puede admirarse el milagroso crucifijo delante del cual la santa recibió los estigmas de la Pasión de Cristo, el año 1375, durante su estancia en Pisa.
La Comunión eucarística era para ella centro de su unión mística con el Señor y, a la vez, manjar divino que sostenía sus débiles fuerzas físicas, a tal grado que, por algún tiempo, no necesitó de alimentos corporales.
A Cristo no sólo lo encontró en su alma. En su libro El Diálogo nos comunica la siguiente invitación del Señor:
¡No podéis serme útiles en nada!; en cambio, os es posible acudir en auxilio del prójimo. El alma que me ama de verdad, no se cansa nunca de prodigarse en auxilio de los demás…”Catalina había entrado en la Tercera Orden de Santo Domingo a los 20 años de edad, y desde entonces se dedicó a buscar a Cristo en la persona de los enfermos, presos, condenados a muerte y muchachas abandonadas. Si tenía alguna preferencia, era la de prestar los más humildes servicios a los leprosos. Famoso fue el hecho en el que pudo convertir, consolar y acompañar al patíbulo al joven caballero Nicolás Toldo, condenado a muerte por sus ideas democráticas en contra del sistema feudal de Siena.
Por su ejemplar entrega a favor de los desheredados y moribundos, durante el año de la peste de 1374, un activo grupo de católicos seglares, sacerdotes y religiosos se reunieron espontáneamente a su alrededor y formaron una especie de comunidad de base. Fueron llamados los “Caterinati” (discípulos de Catalina). Esos mismos hombres y mujeres, que en un tiempo sólo pensaban en luchas fratricidas, ahora estaban dedicados a las obras de santificación interior y pacificación de la vida.
No podía faltar la oposición: en Florencia llamaron a Catalina “hechicera”; algunos clérigos predicaron contra la hija de Benincasa, llamándola “fanática e hipócrita”. El general de los dominicos en Florencia comprobó la integridad de su apostolado, rehabilitándola completamente. Su profunda fe la ayudó a ver, en la persona del Papa, al mismo Jesucristo y, consecuentemente, a la Iglesia como Cuerpo místico del Señor.
La presión que ejercía el gobierno francés y otros gobiernos de Europa sobre el papado, para convertirlo en su títere, le causó inmenso dolor. La misión pacificadora de Catalina no tenía carácter conformista. El mismo Cristo le había anunciado:
Te llevaré ante los obispos y pastores de la Iglesia para que una mujer débil ponga en vergüenza el orgullo de los fuertes…”Con enérgicas cartas y, finalmente, con su visita personal a Aviñón en 1376, consiguió que el Papa Gregorio XI, después de 74 años de cautiverio del papado, volviera a Roma. Después de la muerte de Gregorio XI, la Iglesia se debatía por el gran cisma entre el Papa legítimo, Urbano VI, y el antipapa Roberto de Ginebra.
Por medio de 375 cartas, además de consejos, oraciones y durísimas penitencias, Catalina quiso impetrar de Dios la unidad y reforma de la Iglesia, lastimada por las ambiciones de los poderosos y los vicios del clero. Sus anhelos espirituales eran inmensos, pero sus fuerzas físicas ya no resistieron.
Murió el 21 de abril de 1380, después de una larga y dolorosa agonía, invocando, con la palabra “sangre”, los infinitos méritos de la Sangre de Cristo para sí misma y para la salvación de la Iglesia.
* * *
“¡Oh abismo, oh Trinidad eterna, oh divinidad, oh mar profundo! ¿Qué don más grande podías otorgarme que el de ti mismo? Tú eres el fuego que arde constantemente sin consumirse; tú eres, quien consumes “con tu calor” todo amor del alma a sí misma. Tú eres, además, el fuego que aleja toda frialdad e ilumina las mentes con tu luz, esta luz con la que me has dado a conocer tu verdad”.
Santa Catalina de Siena, Diálogo sobre la Divina Providencia, cap. 167
Publicar un comentario