Redacción
El 22 de septiembre de 1909 se abrió la tumba de Bernardita Soubirous, treinta años después de su muerte; se encontró su cadáver sin la menor señal de descomposición, mientras que el paño mortuorio estaba completamente deteriorado y la cruz de su catafalco se veía oxidada. Este cuerpo, extraordinariamente conservado, descansa actualmente en un sarcófago de oro y cristal en la capilla del convento de Nevers, cerca de Lourdes.
Bernardita nació en 1844, en Lourdes. Sus padres, muy pobres, habitaban el oscuro sótano de una vieja casona, donde nunca llegaba un rayo de sol.
Desde su niñez, Bernardita fue atacada por diversas enfermedades, particularmente por el asma. Tuvo que soportar la pobreza, el frío y el hambre; sin embargo, jamás perdió su natural alegría.
Por descuido de su familia y por deficiencias en la escuela, a los 14 años no había hecho todavía la Primera Comunión.
La Virgen María, quien había cantado con el alma rebosante de alegría: “a los humildes los ha elevado”, se dignó manifestarse a Bernardita el 11 de febrero de 1858, a orillas del Río Gave, donde ésta había ido en busca de leña. En la gruta de la roca Massabielle, Bernardita vio de repente, por encima de un arbusto de rosas silvestres, una juvenil señora, de belleza sobrenatural, con un rosario blanco en el brazo derecho. La Señora pidió a la asustada jovencita acercarse y le enseñó a hacer la señal de la cruz. Durante los siguientes 15 días, Bernardita vio casi diariamente la misma aparición, habló con ella; la Virgen le prometió hacerla feliz, no en esta vida, sino en la gloria de Dios y, finalmente, le pidió rezar por los pecadores.
Bernardita estaba profundamente conmovida, pero no excitada de manera enfermiza, sino más bien transfigurada por una felicidad interior. Impulsada por sus padres y sus compañeras, que no podían explicarse el cambio de su manera de ser, tuvo que informar, en contra de su voluntad, acerca de su experiencia.
Los más jóvenes se reían de ella, hablaban de imaginaciones y la llamaban, sin temor, “cabeza hueca”; la madre le quería quitar esas extravagancias a golpes de látigo. Esta gente áspera de las montañas será cualquier cosa, menos ansiosa de milagros. Bernardita, prácticamente, tuvo que arrancarles a sus padres el permiso para volver a la gruta.
La afluencia de curiosos hacia la gruta aumentaba cada vez más, hasta que, al final, unas 10,000 personas ascendían por la cuesta de Massabielle en los días de mercado y observaban a la vidente.
Las autoridades consideraron que ya era tiempo de intervenir y de ponerle fin a esa “superstición”. Bernardita estaba vigilada por los gendarmes y fue interrogada varias veces. El prefecto de Tarbes la quería encerrar en un hospital o manicomio. Trataban de intimidarla, de hacerla incurrir en contradicciones, de prohibirle ir a la gruta; todo en balde. Bernardita seguía siendo lo que siempre fue: una criatura amable, modesta, con gracia natural; una jovencita dotada de tan exquisita sensibilidad, que sufría más en los interrogatorios que en los propios ataques de asma. Dos veces al día recibía instrucción para su Primera Comunión.
Desde 1860 fue aceptada en el hospicio como enfermera; allí ayudaba a la cocina y el jardín. De esta manera se sentía un poco alejada de la afluencia de los visitantes, pero no de las incontables preguntas de la comisión episcopal investigadora, la que, durante cuatro años, observó y examinó a fondo los hechos antes de declarar: “En el santo nombre de Dios, nosotros creemos que la Inmaculada Madre de Dios, María, realmente se ha aparecido a la jovencita Bernardita Soubirous. La aparición posee todos los signos de verdad y los fieles tienen derecho a creer en ella.”
La suerte de Bernardita en este mundo fue tal y como la Madre de Dios lo había predicho: pobreza y sufrimiento, aún en el mismo convento de Saint Gildard, en Nevers, en donde entró el 8 de julio de 1866.
El obispo de Nevers le había proporcionado la admisión en el convento. Allí Bernardita esperaba encontrar un poco de paz; pero las monjas, decepcionadas por la ingenuidad de corazón de la joven de alma cándida, habiéndosela imaginado como una segunda Teresa de Ávila o Catalina de Siena, le hicieron sentir, con amargura, el bajo concepto que tenían de ella.
Se aplazaba su fecha de profesar simplemente por los argumentos de que “era una pequeña criatura tonta, que no servía para nada”. Bernardita había dicho una vez: “Vean ustedes, mi historia es muy sencilla: la Virgen se ha servido de mí y luego me ha colocado en un rincón. Este es mi lugar ahora, aquí estoy feliz y aquí me quedo.”
A principios de 1879 evidentemente se acercaba el fin de su vida. Aparte del asma, la martirizaban el reumatismo, una tos con expectoraciones sanguinolentas y una angina de pecho, mientras la tuberculosis ósea la obligaba a guardar cama sin ninguna esperanza.
Bernardita murió después de una larga y dolorosa agonía, el 16 de abril de 1879, con la última oración pletórica de humildad:
¡Santa María, Madre de Dios, ruega por mí, pobre pecadora, pobre pecadora, pobre pecadora!”
El 14 de junio de 1925 fue beatificada, y el 8 de diciembre de 1933 fue declarada santa, por el Papa Pío XI.
“Volví ahí durante quince días, y la Señora se me apareció cada día, fuera de un lunes y un viernes, insistiendo en que tenía que decir a los presbíteros que se le había de edificar ahí una capilla, que tenía que ir a la fuente a lavarme y a rogar por la conversión de los pecadores.
Varias veces le pregunté quién era, pero ella se limitaba a sonreír dulcemente; finalmente, poniendo los brazos en alto y levantando los ojos al cielo, me dijo que era la Inmaculada Concepción”.
Santa Bernardita Soubirous, Carta.
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