Redacción
Proclamar la Buena Nueva de ciudad en ciudad, anunciar el Reino de Dios y la próxima venida de Cristo de país en país, era la misión principal del predicador más grande con que contaba la Iglesia en Europa a fines de la Edad Media: Vicente Ferrer.
Cuando terminaba el siglo XIV, azotaron a Europa males de toda índole. Millones de seres humanos murieron por la peste; la Iglesia estaba dividida por el gran cisma de Occidente; surgieron herejías y supersticiones a tal grado, que se creyó cercano el fin del mundo. Para mucha gente este pesimismo originó una profunda y generalizada decadencia de las buenas costumbres. Nuestro santo tuvo el inmenso mérito de detener esta decadencia y, con su infatigable evangelización, logró una profunda transformación de la sociedad.
Vicente, hijo de un notario, nació hacia 1350 en Valencia. A los 17 años de edad ingresó en la Orden dominicana. Pronto fue elegido prior de la misma, El cardenal de Lema, defensor del antipapa Clemente VII en Aviñón y sucesor de éste después de su muerte, lo llevó consigo como defensor y quiso darle honores más grandes en su poderosa corte.
El santo, profundamente convencido de su misión de evangelizador renunció a todo y emprendió su primer gran viaje de predicación en el año de 1399. Durante diez años viajó por Italia, Saboya, Suiza, Alemania, Holanda y Francia. El tema de su predicación era Cristo. En aquel tiempo, muchos predicaban ideas científicas, otros habían transformado el púlpito en un escenario en donde se predicaban a sí mismos.
La Pasión de Cristo, la necesidad de la penitencia, la preparación a la última venida del Señor, fueron demostradas con tanta intensidad en sus sermones – de los cuales se conservan más de cien--, que se inició una verdadera cruzada de conversiones entre el clero, los poderosos y la gente sencilla.
Su método era muy popular: el santo presidía a una gran muchedumbre, que le seguía con una cruz de madera, imágenes de santos e instrumentos de música para entonar cánticos religiosos. Lo acompañaban sacerdotes, quienes le ayudaban a confesar, y hasta notarios para tomar declaraciones de aquellos que querían hacer las paces con sus enemigos.
En medio de la muchedumbre se distinguían los flagelantes, es decir, hombres que se flagelaban mutuamente, a ciertas horas, para expiar crímenes pasados y para ofrecer sus penitencias por el éxito de la campaña evangelizadora del santo. En la mayoría de los lugares a donde llegaba la procesión había tanta aglomeración de personas, que el santo predicador debía ser fuertemente protegido contra los embates de la muchedumbre. El impacto de sus sermones sobre el Juicio final era tan fuerte, que empezó a recibir el título de “Ángel del Apocalipsis”. Después de esta agobiadora tarea, repetida dos o tres veces al día, se dedicaba a la oración con los enfermos y moribundos.
Se debe mencionar el poderoso influjo social de sus misiones, no sólo por el espíritu de paz que difundía por doquier, sino además por su lucha contra el grave problema de la usura, ruina de la gente necesitada.
Su predicación se vio confirmada con el reconocimiento de sus propios errores. En 1412, públicamente, se separó del antipapa Benedicto XIII, a quien había apoyado con toda su buena fe, contribuyendo así eficazmente a solucionar el escandaloso cisma de Occidente.
Su actitud con los judíos españoles todavía es objeto de discusión. En realidad nadie puede valorizar si los 200,000 judíos convertidos obraron de buena fe, impulsados por la predicación del santo o sólo disimularon, en parte, su conversión, para escapar de las graves persecuciones de que por entonces eran objeto.
Su enorme actividad se detuvo en la pequeña ciudad de Vannes, en Normandía, donde murió el incansable apóstol en abril de 1419.
Sus restos descansan en la catedral. El Papa Calixto III lo elevó al honor de los altares en 1455.
“El mensaje evangélico no está reservado a un pequeño grupo de iniciados, de privilegiados o elegidos, sino que está destinado a todos. La Iglesia hace suya la angustia de Cristo ante las multitudes errantes y abandonadas “como ovejas sin pastor”, y repite con frecuencia su palabra: “Tengo compasión de la muchedumbre”.
E. N., 36.
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