Redacción
Al anochecer del 7 de enero de 1566 terminó un cónclave largo y tormentoso. Para los romanos el nombre del Papa elegido, Miguel Ghislieri más bien parecía ser causa de desasosiego que de alegría, pues ese hombre gozaba de fama de rigidez extrema y de visión ascética del mundo.
Pronto, el pueblo lo vio visitando a pie las siete iglesias principales, rodeando de unos cuantos acompañantes. Era un hombre enjuto y calvo, de barba blanca y mirada sagaz: el nuevo Papa Pío V.
En su pueblo natal, Bosco di Saboya, había cuidado las ovejas. A los 14 años ingresó con los dominicos en Voghera y, sólo debido a su habilidad y a su calidad de sacerdote, había podido escalar los distintos grados de jerarquía eclesiástica: sencillo monje, prior, obispo, cardenal.
No tenía consideración con las personalidades; daba preferencia a los más pobres en todas las audiencias. Aquel Papa odiaba el lujo, la inmoralidad y la holgazanería.
Sus ordenanzas legales para Roma y estados vecinos tenían sabor draconiano. No había contemplación para los barrios de tolerancia; se castigaba con rigor la usura; los jueces venales eran destituidos y encarcelados. No sólo la herejía, sino también la impudicia, el ocultismo, la hechicería, se consideraban como pecados capitales.
Pero lo que el Papa pedía a los seglares, con mayor razón se lo exigía al clero. Recordaba a los cardenales que primero eran curas de almas y, en segundo lugar, príncipes de la Iglesia. Daba mucha importancia a la sólida instrucción del clero.
Los decretos de reforma del Concilio de Trento debían llevarse a cabo en todas partes, dando nueva vida a la catequesis y a la predicación.
En los conventos de todas las Órdenes se exigió renovación según el espíritu original del fundador. Se enfatizó convenientemente el carácter sagrado de los domingos y fiestas. San Pío V logró terminar las reformas litúrgicas del misal y del breviario. Por su ejemplo personal, él mismo era precursor de la reforma del clero.
Bajo su gobierno, el Vaticano se parecía más a una casa de ejercicios que a un palacio; la corte se redujo a lo más indispensable. Al nombrar a los nuevos cardenales, Pío V se guió por el carácter y los méritos de los candidatos.
No faltó la oposición de la antigua nobleza de Italia, pero el Papa se mantuvo firme; aun el rey de España, el poderosísimo Felipe, y la Iglesia española, tuvieron que ceder ante la autoridad espiritual de este anciano que, por cierto, tenía también sus defectos.
Desatendió las finanzas, de suerte que posteriormente tuvo que introducir impuestos agobiantes; pero en un punto demostró tener más instinto político que todos los jefes de estado de Europa: reconoció en todo su alcance el peligro de los turcos, y con infinitos trabajos reunió la Liga contra la “Media Luna”, que el 7 de octubre de 1571 derrotó a los turcos en la batalla de Lepanto, liberando a Europa de la incursión de los fanáticos mahometanos. Sin un Pío V, es probable que la cultura de Europa hubiese sucumbido debido a la discordia entre las naciones cristianas.
Sólo seis años –abundantes en luchas- duró el pontificado del Papa dominico. Recuérdense tan sólo las contiendas de los hugonotes en Francia, las revoluciones de los Países Bajos y los sufrimientos de los católicos ingleses bajo los sangrientos edictos de Isabel.
Estos años de pontificado de Pío V fueron más benéficos que todo el suntuoso período de los Papas del Renacimiento, ya que a su nombre está unido el de la “reforma de la Iglesia, en su cabeza y en sus miembros”, reforma solicitada por los hombres leales a la Iglesia desde hacía siglos. Se puede decir, en conclusión, que este pontificado marcó el retorno de la Iglesia a una vida pública nueva, según el Evangelio.
En la primavera de 1572, después de una grave enfermedad, se desplomó totalmente agotado, pero se reanimó para visitar por última vez a las siete iglesias principales. Con dicha peregrinación terminó su vida, el 1º de mayo de 1572.
"Me alegra ciertamente encontrarme hoy entre vosotros, fieles de la parroquia dedicada a mis santo predecesor, Pío V, Antonio Ghislieri, que ocupó la cátedra de San Pedro desde 1566 hasta 1572 y es conocido principalmente como el “Papa del Rosario”, por el impulso que, con su ejemplo y enseñanza, dio a la difusión de esta devoción que tan dentro del corazón lleva el pueblo cristiano.
Esta visita mía, efectuada casi al final del mes de octubre, especialmente dedicado a la Virgen del Rosario, quiere ser como un acto de obligada admiración por San Pío V y, al mismo tiempo, de ferviente veneración a María Santísima, que en esta zona es saludada, desde hace siglos, con el significativo título de “Virgen del Reposo”.
Juan Pablo II, en su visita pastoral a la parroquia de San Pío V, 28 de octubre de 1979.
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