Redacción
La III Conferencia de los obispos de América Latina en Puebla (1979) trató, como uno de los temas principales, la estrecha relación que hay entre la predicación de la salvación eterna y la promoción del bienestar temporal, es decir la liberación integral del ser humano.
Este ideal evangélico ha sido ya puesto en práctica por muchos grandes misioneros en la historia de la Iglesia, como el padre Damián, que vivió, sufrió y murió voluntariamente entre los leprosos de Molokai en el siglo pasado.
Hasta los 18 años trabajó Damián en un rancho de su padre donde lo esperaba un futuro seguro y hasta considerable riqueza. Sin embargo, le sobrevino la inquietud de la cual habla San Agustín: “Nuestro corazón está inquieto, Señor, hasta que descanse en ti.” Viajó a la ciudad de Loewen para visitar a su hermano, el reverendo padre Pánfilo, de la Congregación de los Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y María.
De inmediato decidió ingresar al noviciado de la Congregación y realizar todos los estudios necesarios para convertirse en misionero de Cristo. Celebró su Primera Misa en tierra de misión, es decir en Honolulú, y después trabajó 9 años entre la gente más humilde de las islas de Hawai.
Entrevistándose con su obispo Maigret, en 1873, oyó que los leprosos de la isla de Molokai no tenían ningún sacerdote que los asistiera viviendo con ellos. Por segunda vez sintió la voz de Cristo y se decidió, de inmediato, a convertirse en pastor de aquellos seres totalmente marginados. Conmovido por tanta generosidad, el obispo lo envió allá por el tiempo que pudiera soportar. Aquellos mil leprosos que vivían en Molokai, por primera vez encontraron una persona que voluntariamente los había escogido sin distinción de credo ni raza, y lo amaron como a un padre.
El principio de su ayuda fue íntegro: “Levantar el ánimo, distraer y convertirlos”. Al ver la inmensa miseria de aquellos hombres que, conscientes de la gravedad de su mal, en su desesperación se entregaban a toda clase de vicios o a una inmensa apatía, el padre trató de infundirles ánimo y de organizarlos.
Dotado nuestro misionero, como buen campesino, de sentido práctico ayudó a construir unas 400 casitas limpias. Mandó quemar las miserables y sucias chozas de paja y caña, donde vivían en forma inhumana. Asimismo les construyó conductos de agua potable. No sin esfuerzos, logró que las autoridades del gobierno y algunos bienhechores construyeran un hospital, una escuela y una casa de huérfanos, dotándolos con personal competente. Este personal, venido de las islas, se turnaba voluntariamente para ponerse a disposición de aquellos pobres tan abandonados, a los que por fin se les trataba como seres humanos. El padre Damián formó además diferentes coros, una banda de música, grupos de deporte y de teatro.
A su predicación y a sus Misas se acercaban también los paganos y los bautizados no católicos, porque toda la vida del misionero fue un testimonio de que Cristo encarnado quiere vivir, sufrir y reinar en cada ser humano.
A los 12 años de su estancia voluntaria en la isla de Molokai, empezaron los primeros síntomas de lepra en el cuerpo del heroico misionero. Cuatro años duró su pasión. Ya durante su vida el Señor dispuso un cierto milagro: la lepra empieza generalmente por carcomer los dedos y los miembros superiores, pero los dedos y las manos del padre Damián quedaron intactos durante el desarrollo de la enfermedad, de manera que pudo celebrar la Misa y repartir la Sagrada Comunión hasta poco antes de su muerte, acaecida el 15 de abril de 1889.
“Acercándonos al pobre para acompañarlo y servirlo, hacemos lo que Cristo nos enseñó al hacerse hermano nuestro, pobre como nosotros. Por eso el servicio a los pobres es la medida privilegiada, aunque no excluyente, de nuestro seguimiento de Cristo. El mejor servicio al hermano es la evangelización, que lo dispone a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente.”
D.P., n. 1145.
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