Redacción
La fama adquirida por San Anselmo, en el campo de la teología católica, lo coloca en un lugar prominente entre San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Lugar bien merecido por el profundo esfuerzo del santo de penetrar en el tesoro de las verdades reveladas, a través de la inteligencia humana.
Anselmo nació en el castillo de Clos-Chatel, en Aosta. A los 20 años de edad viajaba por Borgoña y Francia, y durante seis años anduvo de viaje indeciso todavía sobre su futura vocación. Finalmente se decidió a entrar en el convento benedictino de Bec, en Normandía, donde se hizo amigo fiel de un paisano suyo, el famoso fraile Lanfranco, quien fue nombrado más tarde arzobispo de Canterbury por influjo de los normandos, por entonces dominadores de Inglaterra.
En el año 1603 Anselmo fue elegido prior, y 15 años más tarde, por unanimidad, abad de Bec. Recordemos la importancia religiosa y política de un abad en el siglo XI. Anselmo no aceptó privilegios feudales, sino que fue el primer teólogo que luchó abiertamente contra el negocio de los esclavos.
Todos reconocieron en él su conducta cortés y paciente. Estaba dotado de una gran capacidad pedagógica y científica. Era capaz de explicar, con absoluta claridad, toda la metafísica de San Agustín, así como presentar los fundamentos racionales del dogma católico.
Durante los treinta años de su estancia en Bec, San Anselmo sobresalió como hombre de oración.
Su famoso libro titulado Prosligio es una guía para amar a Dios como un amigo. Anselmo pretende conducir al lector, por medio de sus facultades espirituales, a la presencia de Dios y hacerlo reposar místicamente en la esencia divina por medio de Jesucristo.
No quiero comprender para creer –escribió Anselmo--, sino creer para comprender, pues sé muy bien que sin la fe, no comprendería absolutamente nada”.
El año 1093 se vio turbada la paz monacal para nuestro santo. A la edad de 60 años, contra toda su voluntad, fue llamado a suceder en la sede arzobispal de Canterbury a su difunto amigo Lanfranco. Siendo un hombre eminentemente pacífico, se vio obligado a luchar en pro de la Iglesia Católica contra los mismos reyes de Inglaterra, Guillermo II y Enrique I. Despóticamente, estos reyes pretendían apoderarse de los bienes eclesiásticos, decidir el nombramiento de los obispos y atacar la autoridad del Papa Urbano II.
Como consecuencia de su férrea postura, fue desterrado de su sede arzobispal en dos ocasiones.
Es conveniente hacer resaltar una de las previsiones geniales de San Anselmo en su pensamiento teológico. En oposición a la teología tradicional, que quería llegar a la fe solamente por el camino de los argumentos de la Sagrada Escritura o de los Santos Padres, nuestro santo quiso también llegar a la fe por medio de la razón humana, es decir, por el único camino posible para los incrédulos.
Siendo Dios la única fuente de toda verdad, no puede haber ningún argumento de la razón contrario a la fe cristiana. El que recibe el don de la fe en Dios, tiene que usar también la razón para entender mejor las verdades reveladas. Así nos explicamos, dice San Anselmo, cualquiera de las verdades reveladas por Dios; por ejemplo la encarnación de Jesucristo nuestro Señor. Asumiendo nuestra naturaleza, sin dejar de ser Dios, su vida, pasión, muerte y resurrección adquieren un valor infinito. Sólo así pudo reparar, ante el Padre celestial, las maldades de todos los tiempos.
San Anselmo murió a los 65 años de edad, el 21 de abril de 1109. La Iglesia anglicana lo honra como su protector. Su tumba se encuentra en la catedral de Canterbury.
“¿Y cómo no mencionar aquí la famosa oración que San Anselmo puso al comienzo de su Prosligio?”.
Es una oración tan sencilla y tan bella, que puede ser un modelo de invocación para el que se dispone a “estudiar a Dios”: “Dios, enséñame a buscarte y muéstrate a mí que te busco, ya que no puedo ni buscarte ni encontrarte si tú mismo no te muestras”. (Prosl., 1.)
Un auténtico trabajo teológico, digámoslo con franqueza, no puede ni comenzar ni concluir si no es de rodilla, al menos en el secreto de la celda interior, donde siempre es posible “adorar al Padre en espíritu y verdad” (cfr. Jn 4, 23)”.
Juan Pablo II, Alocución, 15 de octubre de 1979.
Publicar un comentario