P
or su velocidad de propagación y su alcance global, la pandemia del coronavirus SARS-Cov-2 supone un desafío inédito que ha puesto a prueba la capacidad de respuesta de estados y sociedades, y que ha obligado a unos y otros a idear planes para encarar un problema para el cual nadie se encontraba preparado. Además de los aspectos técnicos y económicos que se debaten en cada manera de abordar la emergencia, estas respuestas han planteado el dilema de elegir entre las apelaciones a la colaboración ciudadana y la responsabilidad personal, de un lado, y el uso de la coerción mediante restricciones sostenidas por el despliegue de la fuerza pública, del otro.
El caso extremo de la opción coercitiva lo encarna el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, quien ordenó a policías y militares que disparen a matar contra las personas que violen la cuarentena; afirmó que dejará morir de hambre en las cárceles a quienes sean arrestados por causar problemas
, y amagó con mantener en detención hasta el final de la crisis a los opositores que se pronuncien contra las acciones de su gobierno. Asimismo, debe recordarse que en varios países africanos policías y ejércitos han incurrido en notorios excesos en el uso de la fuerza, combinados con actos de discriminación, como ejemplifican el empleo de balas de goma para obligar a cumplir las restricciones a la circulación y las persecuciones contra las personas sin hogar que se hacinan en las grandes urbes.
Pero las respuestas coercitivas ante la pandemia también se encuentran presentes, de maneras menos drásticas, en otros países: por mencionar unos pocos ejemplos, en España se imponen multas a quienes circulen por las calles sin causa justificada, y se llega al arresto en caso de reincidencia o agresión a la autoridad; en Ecuador, centenares de personas han sido arrestadas por los mismos motivos, y en Perú el toque de queda viene acompañado por una alternancia en los permisos de circulación según el género, de modo que los hombres pueden salir para hacerse de artículos esenciales los lunes, miércoles y viernes, y las mujeres los martes, jueves y sábados.
Más allá de la eficacia que pudieran tener estas medidas en la contención de la pandemia, lo cierto es que la crisis sanitaria en curso está dando pie a otra crisis paralela, de igual gravedad y cuyos efectos amenazan con ser más duraderos: la del crecimiento de tendencias autoritarias bajo el pretexto de controlar los contagios, con el consiguiente retroceso en materia de derechos humanos y de respeto a las garantías individuales. Como alertó desde el mes pasado la Organización de las Naciones Unidas, algunos estados e instituciones de seguridad podrían encontrar atractivo el uso de los poderes extraordinarios en situaciones de emergencia
, por lo que es urgente remarcar que cualquier respuesta de emergencia al coronavirus debe ser proporcionada, necesaria y no discriminatoria
.
La advertencia del organismo multilateral resuena en las palabras del subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell, quien el fin de semana pasado insistió en que no es deseable usar la fuerza pública ni suspender garantías para implementar medidas de salud, y que, si se llega al punto de establecer el estado de excepción, significaría que ya es demasiado tarde para contener la pandemia.
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