T
ras los incidentes violentos ocurridos el martes pasado, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) recomendó a las autoridades del Centro Penitenciario y de Reinserción Social de Cuautitlán (Cpyrs) que implemente los protocolos necesarios a fin de resguardar el orden dentro y en la periferia de sus instalaciones. Asimismo, el organismo reprobó las reacciones violentas de los familiares de los internos y de los propios reclusos ante las medidas con que las autoridades buscan evitar la propagación del coronavirus SARS-Cov-2.
Lo cierto es que la suspensión de las visitas familiares constituye una política prudente y necesaria después de que cuatro internos y un custodio del centro resultaran positivos al virus pandémico, pero también es inevitable que quienes se encuentran en confinamiento experimenten una desesperación adicional al no contar con la compañía periódica de sus seres queridos, así como es comprensible que éstos se preocupen por el bienestar de sus parientes presos. Por ello, no se puede descartar que en las semanas por venir se produzcan nuevos episodios de confrontación conforme la enfermedad se haga presente en otros centros penitenciarios.
Lejos de permanecer pasivas ante tal escenario, las autoridades deben ver en la contingencia sanitaria una oportunidad para emprender la modificación profunda y urgente por la que clama la situación carcelaria del país. En efecto, no debe olvidarse que parte de los males que aquejan a las prisiones –corrupción generalizada, autogobierno, condiciones indignas de vida y, en general, notoria incapacidad para cumplir la misión de rehabilitar a los internos y reintegrarlos a la vida ciudadana– se explica hasta cierto punto por la sobrepoblación que enfrentan.
A su vez, el hacinamiento responde, entre otros factores, a la alta cantidad de personas encarceladas por delitos menores, pese a los avances brindados en este rubro con la implementación del nuevo sistema de justicia penal, así como a la elevada proporción de presos sin sentencia: cuatro de cada 10 en prisiones federales.
En esta coyuntura, Colombia brinda un ejemplo que, con las adaptaciones pertinentes a la realidad mexicana, puede inspirar medidas para reducir el peligro de contagio en lo inmediato, al tiempo que se establecen las bases para subsanar los pendientes del sistema de prisiones en el mediano y largo plazos. Dicha nación sudamericana canjeará temporalmente la prisión por el arresto domiciliario a los mayores de 60 años, a las madres gestantes o con hijos menores de tres años, a los enfermos de cáncer, diabetes, afecciones cardiacas, con discapacidad motora, a condenados hasta cinco años de prisión y a quienes hayan cumplido 40 por ciento de sus penas, con exclusión de quienes estén solicitados en extradición por cualquier delito, a los responsables de violencia sexual contra menores de edad, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, narcotráfico, lavado de dinero y corrupción.
Está claro que se necesita con urgencia un trabajo extraordinario de las autoridades judiciales, procuradurías y de los gobiernos, tanto estatales como federal, para determinar qué reos pueden irse a sus casas sin poner en riesgo a la sociedad, a fin de desactivar la bomba de tiempo en que podrían convertirse las cárceles en tiempos de epidemia y despejar los riesgos que implican para la salud y para la seguridad pública.
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