Redacción
Toribio Alonso de Mogrovejo era de la pequeña población de Villaquejida, según algunos biógrafos, y según la mayoría de ellos era de Mayorga, provincia de León, España. Nació el 18 de noviembre de 1539.
Primeramente estudió en Valladolid, después en Salamanca y por último en el Colegio del Salvador de Oviedo. El año de 1573 obtuvo la licenciatura en derecho. Fue después profesor de leyes en la Universidad de Salamanca. Siendo todavía estudiante, repartió parte de su fortuna entre los pobres.
En 1575, a sólo dos años de haber empezado a ejercer su oficio, fue nombrado por Felipe II para presidir la inquisición de Granada, aunque era entonces un simple laico. Durante cinco años desempeñó el cargo de inquisidor a satisfacción de todos, demostrando un gran espíritu de caridad y un celo extraordinario. Tan bien lo hizo, que pronto fue propuesto para arzobispo de Lima, región de América muy necesitada de buenos obispos. Toribio opuso tenaz resistencia a este nombramiento. El rey insistió y, al fin convencido el inquisidor por las razones que le dieron y movido por la gracia divina, resolvió aceptar el puesto y ordenarse de sacerdote.
Después de recibida la consagración episcopal, Toribio se embarcó hacia el Perú y llegó a Lima el año de 1581. Tenía 42 años de edad.
Lima, la capital del virreinato, constituía el centro político y espiritual de Sudamérica. En 1541 había sido erigida como sede episcopal. Desde el 11 de febrero de 1546 formaba la cabeza de la provincia eclesiástica, desde Panamá hasta el Río de la Plata. En su jurisdicción se hallaban las diócesis de Cuzco, Cartagena, Quito, Popayán, Caracas, Bogotá, Santiago, Concepción, Córdoba, Trujillo y Arequipa. Los puntos extremos de norte a sur distaban cinco mil kilómetros, y su área abarcaba cerca de seis millones de kilómetros cuadrados.
La enorme magnitud de su arquidiócesis (18,000 millas), los abusos de algunos conquistadores, las injusticias para con los indígenas, las continuas querellas entre los españoles y la irreligiosidad de muchos clérigos, fueron las principales dificultades con que tropezó Toribio al hacerse cargo de su oficio. A todo se sobrepuso el arzobispo, trabajando con paciencia y tenacidad como el gran restaurador de la disciplina eclesiástica. Su principal intento fue implantar las reformas propuestas por el Concilio de Trento, celebrado hacía poco tiempo (1545-1563).
Recorrió tres veces toda su arquidiócesis, casi siempre a pie; bautizó y confirmó a unos 500,000 infieles. Su segundo recorrido duró seis años. Se le acusó ante Felipe II de estar ausente mucho tiempo de la sede episcopal, cosa que corrigió inmediatamente. Construyó caminos, escuelas y hospitales. En 1591 fundó el primer seminario conciliar de América del Sur.
Predicaba a los indígenas en su propia lengua. Convocó 13 sínodos diocesanos y 3 concilios provinciales. Entre aquellos a quienes confirió el sacramento de la Confirmación, se cuentan Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres y el Beato Francisco Macías.
Decía Misa todos los días y, siguiendo las ideas teológicas de entonces, se confesaba cotidianamente con su capellán. Se preocupaba de una manera especial por los pobres. Defendió con valentía los derechos de la Iglesia. Amabilísimo y humilde con todos, mostraba excepcional energía en los negocios eclesiásticos, aún cuando tuviera que oponerse a beneméritos religiosos.
Cuando contaba con 68 años de edad cayó enfermo en Pacamayo, al norte de Lima, mientras hacía la visita pastoral. Conociendo que le llegaba su fin, regaló sus objetos personales a sus criados y el resto de sus propiedades a los pobres. Pidió que lo llevaran a la iglesia y allí recibió el Viático, y después la Unción de enfermos en la casa parroquial; a las palabras del salmo “Iremos a la casa del Señor”, entregó su espíritu el día 23 de marzo de 1606.
Sus restos fueron llevados a Lima el año siguiente. Inocencio XI lo beatificó en 1679. Benedicto XIII lo canonizó en 1726. Benedicto XIV lo comparó con San Carlos Borromeo y le dio el nombre de “reformador de las costumbres y gran propagandista del amor”.
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