Redacción
Quién no conoce las Actas de los Mártires, esa incomparable colección de documentos de los primeros tiempos de la Iglesia, que reflejan la voluntad de los césares de destruir a los confesores del cristianismo? Hojeemos esas páginas, y leamos cómo la noble Perpetua, hija de padre pagano y de madre cristiana, y madre ella misma, afrontó la muerte junto con su esclava Felícitas.
En la cárcel escribió la historia de su persecución: “Cuando nosotras –cuenta—aún estábamos junto con los alguaciles y mi padre, lleno de amor, no dejaba de hablarme para convencerme de que apostatara, le dije yo: “¿Ves aquel jarrón?” “Sí –contestó él--, lo veo.” Yo seguí preguntando: “¿Se le puede nombrar de otro modo del que le corresponde?” Y él contestó: “No:” “Entonces tampoco yo me puedo llamar de modo distinto a los que soy: cristiana”.
“Cuando fuimos llevados al interrogatorio, mucha gente se había aglomerado, porque el rumor de que íbamos a comparecer ante los jueces había sido divulgado en la comunidad. Subimos a la tribuna. Todos los demás confesaron su fe. Luego me tocó a mí; en el mismo instante vi llegar a mi lado a mi padre con mi hijo. Mi padre me arrastró escaleras abajo y me dijo: “¡Pide perdón, ten piedad de tu hijo!”
“El procónsul Hilariano, en cuyas manos se encontraba la jurisdicción sobre la vida y la muerte en aquel tiempo, me dijo: “¡Piensa en los cabellos blancos de tu padre, considera la edad tierna de tu hijo, sacrifica por el bien de los césares!” Yo solamente contesté: “Eso no lo haré.” Luego preguntó Hilariano: “¿Eres tú cristiana?”, y yo contesté: “Sí, lo soy.”
“Cuando mi padre trató de arrastrarme de nuevo hacia abajo, fue sacado de la tribuna por orden del juez y azotado con látigos, eso me dolió en el alma, como si fuera yo misma a la que azotaban, tanto me dolió la desdicha del anciano. La sentencia del juez consistió en que nosotras fuéramos arrojadas a los animales salvajes. Alegres, bajamos de nuevo al calabozo.”
La persona que hace esta narración, aparentemente fue testigo ocular de su ejecución, el día del cumpleaños del César. Menciona a la esclava Felícitas: “En cuanto a Felícitas, le tocó la gracia del Señor de esta manera: Estaba encinta desde hacía 8 meses, en ese estado había sido capturada y el día de los juegos se acercaba.
“Esta circunstancia la entristecía profundamente pues, debido a su estado, podría quedarse atrás. Sus compañeros mártires unánimemente rezaron por ella al Señor tres días antes de los juegos. Efectivamente, poco después de la oración, comenzaron los dolores del parto. Cuando ella se quejaba fuertemente a causa del dolor de su parto prematuro, uno de los guardianes le dijo: “Si ya desde ahora te lamentas de esta forma, ¿qué harás cuando te echen a las bestias?” Ella le contestó: “Ahora estoy sufriendo yo misma, pero allá habrá otro dentro de mí que sufrirá por mí, porque eso redundara en su gloria.” Felícitas dio a luz a una niña a la cual una de nuestras hermanas crió como su hija”.
Luego amaneció el día de la victoria y los mártires caminaron pocos pasos, desde el calabozo hasta el anfiteatro, como si fueran directamente al Cielo, alegres y muy bellos. Temblaban de alegría, no de miedo.
Después de superar la ferocidad de las bestias se prepararon par el holocausto. A gritos exigió la multitud ver a los mártires para deleitarse cuando la espada cercenara sus cabezas. Los mártires se levantaron, se besaron para concluir su martirio con un solemne beso de paz y se fueron a la arena. Inmóviles, silenciosos recibieron el golpe mortal. Sáturo ya había sucumbido al ataque de un feroz leopardo. Fue el primero en entregar el alma a Dios, siguió Felícitas, que fue decapitada por un gladiador. Perpetua, sin embargo, debía sufrir aún más dolores; le clavaron la espada entre las costilla, lanzó un grito y luego ella misma llevó la mano temblorosa del verdugo, no adiestrado, a su cuello.
Veintidós años tenía Perpetua cuando su sangre enrojeció la arena de Cartago el 7 de marzo del 203.
Las actas de su martirio fueron leídas, desde los tiempos de San Agustín, año por año, el día de su conmemoración en las comunidades cristianas del norte de África, hasta que los ataques de los vándalos y del islamismo convirtieron en ruinas aquellas ricas ciudades marítimas y la tradición cristiana fue enterrada en las arenas del desierto.
La basílica de los mártires cartagineses, sepultada desde hacía más de mil años debajo de la arena, ha sido excavada de nuevo. Su tumba ha desaparecido, pero ¡qué importa eso! En los altares de la Iglesia católica se renueva la memoria de las santas Perpetua y Felícitas diariamente, en el Canon romano, durante el Sacrificio de la Misa.
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