Redacción
Hay en los Evangelios dos genealogías de San José, una en San Mateo (4, 1-16) y la otra en San Lucas (3, 23-38). No pretenden presentar un registro histórico completo de ascendencia, sino que las dos quieren probar lo esencial para la vocación de San José: que era “hijo de David” y que era “el esposo legal de María, de la cual nació Jesús” (Mt 1, 16).
La gran bendición, prometida en la Antigua Alianza a David y a su descendencia (II Sam 7, 12), se realiza en este obrero de Nazaret, que transmitió a Jesús el derecho a la herencia de David y que, por ley, impone el nombre al niño nacido de María.
La Biblia nos cuenta pocas escenas de la vida de José y María y de la convivencia de ambos con el Niño Dios; pero la Biblia no satisface ciertas curiosidades que quieren penetrar, sin reverencia, en la esfera privada de la Sagrada Familia y analizar todo bajo un supuesto control técnico y psicológico.
La Sagrada Escritura nos dice lo más importante de San José: que ante los ojos de Dios era hombre justo y santo. San Mateo (1, 19) relata cómo José ya siendo novio comprometido con María, sin reclamar, sin gritar, sin hacer oír su voz por las calles, pensó despedirla, porque aparentemente había cometido una falta grave.
Dios le exige a José una fe como la de Abraham, la fe en el milagro, que le obliga a superar sus propios criterios y sus legítimas esperanzas de hombre. La manifestación del ángel: “Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 20) significaba para José la aceptación y transformación de su vida humana en ofrenda permanente a Dios.
Por gracias muy especiales vemos cómo en el curso de los acontecimientos siguientes José presta siempre una obediencia a la fe, inmediata e incondicional, que se levanta contra toda clase de obstáculos, una obediencia silenciosa y humilde, que convierte a este hombre en uno de los santos más grandes del Nuevo Testamento.
Durante los años que vivió en Nazaret, José introdujo al Niño Jesús en las costumbres civiles y religiosas de su tiempo. En su crecimiento humano, Jesús aprendió de José el rezo diario en el hogar y el rezo comunitario en la sinagoga de Nazaret. Recordemos que Jesús, María y José, las personas más sagradas de la tierra, alaban a Dios con los mismos textos sagrados de los Salmos que nosotros.
Jesús aprendió de José, pero también José aprendía cada vez más de Jesús. José experimentó en su vida lo mismo que decía Juan el Bautista: “Es necesario que él crezca y que yo venga a menos”. (Jn 3, 30).
Se deben mencionar dos grandes falsificaciones de la vida de San José: la primera se realizó en la literatura apócrifa, por medio de leyendas primitivas que no vale la pena mencionar; la segunda, ha llegado hasta nuestros días en gran parte por las manifestaciones del arte cristiano, que nos han presentado a José de avanzada edad o de dudosa virilidad.
La grandeza de este hombre estriba, precisamente, en su libre cooperación a la misión especial que Dios le había confiado, como hombre normal, en la edad normal de un obrero judío que se prepara para llevar una digna existencia humana. Desde los tiempos de Cristo, la incomprensión de los hombres se cebó ante el misterio y la grandeza de San José.
La liturgia tardó muchos siglos en darle un sitio apropiado a su dignidad. Entre los santos que promovieron su devoción figuran: San Bernardo de Claraval, Santa Teresa de Ávila y San Francisco de Sales.
El Papa franciscano Sixto IV introdujo su fiesta en el calendario de la Iglesia en 1479. Desde 1919 tenemos el prefacio de San José. El Papa Pío XII declaró, en 1956, el 1º de mayo como fiesta universal en honor de San José Obrero. El Papa Juan XXIII hizo que se añadiera su nombre en el Canon romano y casi lo declaró como “santo ecuménico” al recibir a un grupo de peregrinos judíos, presentándose a ellos con las palabras: “Soy José, vuestro hermano”.
En las letanías dirigidas a San José podemos encontrar una fuente de profunda meditación sobre su vida y virtudes.
“El Hijo de Dios, el Verbo encarnado, durante 30 años de su vida terrena permaneció oculto; se ocultó a la sombra de José.
Al mismo tiempo, María y José permanecieron escondidos en Cristo, en su misterio y en su misión. Particularmente José, que –como se puede deducir del Evangelio—dejó el mundo antes de que Jesús se revelase a Israel como Cristo, y permaneció oculto en el misterio de aquel a quien el Padre celestial le había confiado cuando todavía estaba en el seno de la Virgen, cuando le dijo por medio del ángel: “No temas recibir en tu casa a María, tu esposa” (Mt 1, 20).
Eran necesarias almas profundas –como la de Santa Teresa de Jesús—y los ojos penetrantes de la contemplación, para que pudieran ser revelados los espléndidos rasgos de José de Nazaret: aquel de quien el Padre celestial quiso hacer, en la tierra, el hombre de su confianza.”
Juan Pablo II, Catequesis, 19 de marzo de 1980.
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