Redacción
Casimiro sólo llegó a la edad de 26 años; nunca fue coronado y, sin embargo, es más conocido por el pueblo que cualquiera de sus reyes y gobernantes, porque vivió la devoción y las virtudes de los campesinos polacos.
El hombre común y sencillo no siempre ha entendido las elucubraciones intelectuales y religiosas de los reyes, obispos, científicos y teólogos; pero, hasta en los últimos poblados, se sabía que este joven de sangre real se dejaba ver más en las iglesias que en la corte; se le observaba recogido ante el altar, sin importarle gran cosa el movimiento de los fieles. A menudo se oía que se levantaba, avanzada la noche, y ordenaba abrir la capilla para quedarse a solas con Dios; ni el sarcasmo ni las burlas lo podían apartar de sus oraciones.
Los relatos de los evangelistas y las observaciones de los santos padres acerca de la Pasión de Cristo le impresionaban a tal grado que quería, en su vida diaria, participara en ella: llevaba un vestido de penitente, dormía en el suelo y rechazaba los opíparos banquetes de la corte.
San Casimiro aceptó la elección como rey de los húngaros sólo para obedecer las órdenes de su padre; la corona le causaba mucha angustia, ya que él pensaba en la corona de espinas que llevó el Señor. Con gran alegría recibió la noticia de que un sector de la población de Hungría, por los devaneos de la política, se pronunció en su contra por ser un rey impuesto desde el exterior.
Cuando tuvo que ocuparse de la política de Polonia, se preocupaba por hacerles justicia a las viudas, a los pobres, a los huérfanos. Asimismo se propuso lograr que los rutenos cismáticos entraran nuevamente al seno de la Iglesia Católica.
Notable era, en verdad, la devoción mariana de San Casimiro: diariamente se arrodillaba ante una imagen de la Virgen María y le cantaba un himno que él mismo había compuesto: “Omni die dic Mariae” (Todo el día invoca a María).
Durante su agonía expresó el deseo de que una copia de este himno fuese enterrada con él. Murió en Grodno, el 4 de marzo de 1484.
Fue canonizado en 1521 por el Papa León X, en el mismo año en que Lutero quedó excomulgado y en que se convirtió San Ignacio de Loyola.
“La catolicidad de la Iglesia se manifiesta también en la corresponsabilidad activa y en la colaboración generosa de todos en favor del bien común. La Iglesia realiza en todas partes su propia universalidad acogiendo, uniendo y elevando, en el modo en que les es propio y con solicitud maternal, todo valor humano auténtico. Al mismo tiempo, ella se afana, en cualquier área geográfica y en cualquier situación histórica, en ganar para Dios a cada hombre y a todos los hombres, para unirlos entre sí y con El en su verdad y en su amor.
Cada hombre, cada nación, cada cultura y civilización tienen una función propia que desarrollar y un puesto propio en el misterioso plan de Dios y en la historia universal de la salvación”.
Sl. Ap., n. 19.
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