Redacción
Francisco Luis Florencio Febres Cordero nació el 7 de noviembre de 1854, en Cuenca, Ecuador.
Su madre, doña Ana Muñoz Cárdenas, huérfana de padre, se casó a los 17 años. Su padre, don Francisco Febres Cordero y Montoya, guayaquileño, se estableció desde 1850 en Cuenca, donde daba clases de inglés y francés en el Colegio Eclesiástico.
Francisco nació con los pies torcidos. Sus padres se esmeraron mucho en criarlo con amor. A los cinco años apenas podía dar unos pasos, pero a pesar de su padecimiento era un niño encantador de espíritu abierto y cariñoso.
Sus padres tuvieron que trasladarse a Guayaquil, por lo que fue encomendado a los cuidados de su tía Asunción.
Un día, estando en el patio de su casa, le pareció ver a la Virgen junto a un rosal. Trató de acerársele gateando y de repente se puso en pie, sin que nadie le ayudara. Desde ese instante empezó a caminar mejor, hasta restablecerse y superar casi su incapacidad física.
Hasta los 8 años recibió lecciones en su casa, de la misma tía Asunción. El 4 de mayo de 1863 ingresó en la primera escuela que tuvieron los Hermanos de las Escuelas Cristianas en el continente americano.
Todos veían su devoción por la vocación religiosa, pero tanto su mamá como su abuela, especialmente, trataron de convencerlo de lo contrario, por su padecimiento. Su padre quería que fuera abogado.
Muchos obstáculos encontraba Francisco para realizar su vocación. El superior del colegio le escribió a su padre, informándole sobre los deseos de su hijo. Su padre contestó la carta al superior haciéndole ver que no se opondría a la vocación de su hijo, pero que lo veía muy joven aún para tomar una decisión definitiva.
Fue matriculado en el Seminario y no con los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Permaneció tres meses en ese lugar, pero su anhelo de ser hermano lasallista fue su obsesión, y nada ni nadie pudo detenerlo en su camino. Faltaba la aceptación definitiva.
Tenía 15 años cuando por fin fue aceptado como Hermano de las Escuelas Cristianas. El 24 de marzo de 1868 tomó el hábito y desde entonces se llamó Hermano Miguel.
Empezó a dar clases y más tarde fue trasladado a Quito. Después de un año de haber ingresado, su padre exigía que se le devolviera su hijo. El Hermano Miguel rechazó rotundamente la exigencia paterna, quedándose en Quito. El padre, a consecuencia de esto, rompió totalmente los lazos con su hijo, situación muy penosa y triste para el Hermano Miguel.
Los Hermanos de La Salle gozaban de mucho prestigio en Ecuador. El 18 de febrero de 1888, el Hermano Miguel fue elegido representante de su comunidad en la solemne ceremonia de la beatificación del fundador, Juan Bautista de La Salle, en Roma.
Hacia 1890 la Academia Ecuatoriana de la Lengua, correspondiente a la Real Academia Española, tuvo que elegir un sucesor. La respuesta recayó unánimemente sobre el humilde maestro, quien con sus importantes trabajos lingüísticos estaba dando esplendor a la patria.
En 1900, Francia lo condecoró con las “Palmas de Oficial de la Academia”. En 1906 fue nombrado miembro correspondiente de la Academia Nacional de Venezuela. En su escala personal de valores tenía mucha más importancia su labor preferida, la preparación de innumerables niños a la Primera Comunión.
Sus dotes literarias, además de sus virtudes, habían pasado las fronteras ecuatorianas y llamado la atención de sus superiores en Europa.
El 10 de marzo de 1907 salió de Quito hacia París, para no volver más a su patria. Trabajando en París con mucho empeño en textos escolares, especialmente de gramática, fue atacado por fiebres palúdicas.
Sus superiores habían abierto una casa de formación para jóvenes españoles, franceses, belgas en Premiá del Mar, cerca de Barcelona, que dirigió el Hermano Miguel. En 1909 tuvo que huir de ese lugar a consecuencia de la persecución religiosa. Llegaron a Barcelona y de ahí hubo que caminar ocho kilómetros a Bosanova. Todas esas penurias las aceptó con amor y logró llegar a su destino, a pesar de sus pies torcidos.
El 19 de febrero de 1910 murió el Hermano Miguel a consecuencia de una bronquitis. Sus últimas palabras fueron: “Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía”.
Declarado santo, la Iglesia nos pone al Hermano Miguel como ejemplo para seguir sus pisadas en la piedad, en el amor a Dios y en el humilde y generoso servicio a nuestro prójimo, en el cumplimiento de nuestro deber cada día.
“Una nación consagrada. Sí. Esta nación, hace ahora algo más de un siglo, se consagró como pueblo al Sagrado Corazón de Jesús. Todavía resuena en tantos espíritus el eco de aquellas palabras, con las que el pueblo ecuatoriano hizo su acto de consagración: “Este es, Señor, vuestro pueblo. Siempre os reconocerá por su Dios. No volverá sus ojos a otra estrella que a esa de amor y misericordia que brilla en medio de vuestro pecho, santuario de la divinidad, arca de vuestro Corazón”.
Aquella solemne profesión de fe popular honra a esta nación que cuenta entre sus hijos ejemplos preclaros de santidad, como Santa Mariana de Jesús, el Santo Hermano Miguel, la Madre Mercedes de Jesús Molina, a quien me cabrá la dicha de proclamar beata pasado mañana en Guayaquil. Ellos son el fruto escogido de la evangelización del Ecuador. Ellos alientan y sirven de modelo a tantos hijos e hijas de la Iglesia, que quieren hacer hoy de sus vidas un fiel seguimiento de Cristo, una consciente consagración a Él y a los hombres, por Él.”
Juan Pablo II, Homilía en la Santa Misa celebrada en Quito, 30 de enero de 1985 (extracto).
Publicar un comentario