Redacción
Nuestro santo nació de familia noble en Venecia; su nombre era Jerónimo Miani.
En aquellos tiempos del Renacimiento, Italia estaba profundamente dividida por luchas internas. La consecuencia lógica fue un relajamiento considerable de las buenas costumbres y las prácticas religiosas, mientras que la corrupción se extendía en todos los campos de la administración. Una tremenda pobreza azotó a la población humilde del campo.
Jerónimo, entonces oficial del ejército veneciano, tuvo que defender, en 1511, la pequeña ciudad de Castelnuovo, al lado de Piave, en contra del poderoso emperador Maximiliano I. Fue vencido, hecho prisionero, humillado y encarcelado. Ahí enfermó gravemente.
Lo mismo que a San Ignacio de Loyola, milagrosamente la gracia de Dios llegó hasta la cárcel y produjo una profunda conversión en Jerónimo.
Al recobrar la libertad, Jerónimo buscó su verdadera liberación por la gracia de Cristo y dedicó los siguientes tres años, todavía como seglar, a las obras de caridad a favor de los pobres de Castelnuovo. Después empezó sus estudios teológicos en Venecia, y fue ordenado sacerdote a la edad de 32 años.
El año de 1528 se distinguió por las desventuras. Millares de personas murieron por el tifo y el hambre. Ante este espectáculo Jerónimo vendió todos sus bienes para dedicarse, día y noche, al cuidado de los enfermos y moribundos.
Se contagió del mal, pero logró restablecerse. En este tiempo Jerónimo reconoció que estaba llamado especialmente para los más abandonados: los niños y los huérfanos que vagaban por todo el norte de Italia. Emprendió la construcción de asilos, no sólo en Venecia, sino también en la región lombarda, hasta Milán. Los muchachos recibieron el cálido cariño de un hogar y, sobre todo, una sólida catequesis al estilo peculiar del santo.
Este ejemplo fue seguido por otros sacerdotes, de manera que después de ser aprobados por el obispo de Chieti, futuro Papa Pablo III, vivieron según la regla de San Agustín. Por el sitio en el que se erigió el noviciado se denominaron pronto “Clérigos de Somasca”. Su misión, sancionada por la regla, decía: “Los hermanos dirigirán internados para huérfanos, marginados y enfermos.”
A principios de 1537 una segunda epidemia asoló el norte de Italia. Jerónimo se colocó de nuevo entre los primeros para atender a los atacados por la peste. Se volvió a contagiar y, aunque se le atendió de la mejor manera, entregó su alma a Dios exclamando: “¡Jesús, María!” Era el 8 de febrero de 1537.
En aquel siglo de la Reforma protestante, cuando los enemigos atacaban a la Iglesia “por su traición al Evangelio”, vemos a éste y a otros santos dar testimonio de una santidad que predica, más con las obras que con las palabras, que la Iglesia de Cristo en ninguna época ha podido ser aniquilada.
El Papa Clemente XIII canonizó a Jerónimo Emiliano en 1767; Pío XI lo declaró, en 1928, en ocasión del IV Centenario de la fundación de los Clérigos de Somasca, “patrono de todos los huérfanos y muchachos abandonados”.
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