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a violencia cobra un carácter espiral en Guerrero: si hoy esta casa editorial debió dar cuenta de que la inseguridad obligó a 266 personas a huir del poblado de Zihuaquio, en el municipio de Coyuca de Catalán, en 2011 se reportaba que talamontes y narcotraficantes asesinaron a siete pobladores de otra comunidad del mismo municipio, provocando el desplazamiento forzoso de 106 habitantes. Si, apenas hace dos semanas 800 personas huyeron del poblado de San Rafael, en Zirándaro, porque la Familia Michoacana y el cártel Jalisco Nueva Generación tomaron su comunidad como campo de batalla; en junio de 2017 la misma cantidad de personas abandonó Ahuihuiyuco, Tetitlán de la Lima, Tepozcuautla y Lodo Grande, en Chilapa, debido a la violencia entre Los Ardillos y Los Rojos.
En medio de estos hechos, y remontándose décadas atrás, los episodios de violencia no han cesado de presentarse en la entidad, a tal punto que parece imposible emprender un recuento de todos los horrores que ha padecido el pueblo guerrerense a cuenta de la inseguridad. A fuerza de ser cotidianos, han terminado por normalizarse y por pasar desapercibidos entre la opinión pública del resto del país, con la excepción de aquellos episodios demasiado atroces como para que alguien pueda permanecer indiferente ante ellos, cuyo ejemplo emblemático es el asesinato de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, el 26 de septiembre de 2014.
Grupos que se disputan puntos estratégicos de producción y trasiego de enervantes, talamontes, caciques, paramilitares, redes de tráfico sexual, mineras y, a decir de muchas de las víctimas, las propias autoridades que debieran garantizar la integridad física y patrimonial de los ciudadanos, se cuentan entre los actores que mantienen a Guerrero sumido en la zozobra. La presencia de estos agentes se nutre de, y al mismo tiempo exacerba, las carencias históricas de comunidades quese encuentran entre las más pobres de la nación, en las cuales muchos jóvenes no encuentran más oportunidades de progreso material que la emigración –cerrada por las políticas restrictivas imperantes en Estados Unidos por más de una década– o la integración a los grupos que lucran desde la ilegalidad.
Está claro que un cuadro de semejante complejidad no será resuelto en el corto plazo, ni es posible imaginar soluciones milagrosas a un problema compuesto de factores múltiples, algunos de los cuales han estado presentes por siglos –como es el caso del cacicazgo–. Pero ninguna dificultad puede usarse como pretexto para postergar el cumplimiento de la obligación más elemental del Estado: garantizar la integridad física y patrimonial de los ciudadanos. El primer paso para lograrlo consiste en poner fin a la impunidad con que opera la delincuencia.
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