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ás allá de los riesgos que la propagación del coronavirus representa para la salud pública en el mundo, el padecimiento surgido a fines del año pasado en Wuhan, China, tiene efectos secundarios perniciosos que podrían resultar, a la postre, incluso más graves que la epidemia en sí.
Uno de ellos, ya comentado en este espacio, es el de una contracción económica global debido al impacto negativo de las estrictas y masivas medidas de contención sanitaria aplicadas por Pekín, las cuales tendrán consecuencias inevitables, aunque de dimensión aún desconocida, sobre el crecimiento del gigante asiático y sus intercambios con el resto del mundo.
Otro, no menos preocupante, es el conjunto de brotes de racismo y de sinofobia que se han presentado con el pretexto de la epidemia en distintos y diversos puntos del globo: hay reportes de ellos en el transporte público parisino, en establecimientos comerciales de Dinamarca, Alemania, Italia y España, en universidades de Estados Unidos, en las redes sociales sudcoreanas, en hoteles y restaurantes de Indonesia, Tailandia y hasta de Hong Kong, territorio autónomo que forma parte de China. La expansión del coronavirus ha dado lugar a exigencias disparatadas de limitar el ingreso de ciudadanos chinos a diversos países, o bien de segregarlos, y algunos medios informativos occidentales han incurrido en abiertos actos de discriminación racial.
Ciertamente, el desarrollo de la infección no es el causante de estas actitudes vergonzosas e impresentables, sino sólo su vector: la sinofobia y el racismo antiasiático en general han estado presentes de antaño en muchos países, y ahora utilizan el miedo al coronavirus para reactivarse y propagarse. En este punto resulta obligado recordar que, considerado en conjunto, el racismo no es menos mortífero que las epidemias: tan sólo en el siglo pasado fue el causante de la muerte violenta de decenas de millones de armenios, judíos, eslavos, chinos, árabes, gitanos, tutsis ruandeses, bosnios islámicos y otros, y que las fobias a las personas por su origen étnico, cultural o religioso sigue siendo un flagelo latente en el mundo.
Ningún país está libre de padecer, en una u otra medida, de prejuicios de esta clase, y ciertamente no lo está el nuestro, donde existe aún una perceptible discriminación económica y social en contra de los indígenas, se asiste a brotes de xenofobia en contra de migrantes y se cuenta con el triste antecedente de masacres de chinos perpetradas en tiempos de la Revolución Mexicana. Así pues, la advertencia sobre estas actitudes resulta particularmente pertinente en momentos en los que decenas de ciudadanos chinos se encuentran en cuarentena sanitaria en Ciudad Juárez como medida de prevención ante la propagación del coronavirus. En tales circunstancias, es deber indeclinable de las autoridades el vigilar que allí o en cualquier otro punto del territorio nacional las acciones epidemiológicas no den margen a actos de discriminación.
Debe señalarse, por último, que los estados (por no hablar de las nacionalidades) no son responsables de las epidemias surgidas en sus respectivos territorios, sino de la habilidad o la ineptitud con que adopten medidas para contenerlas y minimizar su propagación. En el caso de China, no deja de resultar sorprendente que se haya actuado en forma tan certera y determinante en el caso actual, como lo señalan los reportes noticiosos procedentes de esa nación. La capacidad de las autoridades locales ha puesto de relieve los formidables avances logrados en materia de salud, organización social y tecnología en un país que hasta hace unas décadas era tristemente famoso por las hambrunas recurrentes que mataban a millones de personas, la insalubridad y la miseria.
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