Redacción
Un año después de que Ignacio de Loyola fundara en la capilla de San Dionisio en Montmartre, en París, su “Compañía de Jesús”, en Brescia surgió la “Compañía de Santa Úrsula”, la comunidad de las ursulinas que, según la voluntad de su fundadora, Santa Ángela Merici, debían detener el avance del protestantismo mediante la instrucción sólida del pueblo en las verdades religiosas.
En aquella época, Angela Merici era ya casi una anciana. Su larga vida, llena de peripecias, le había llevado a madurar y a poner en ejecución tan difícil tarea.
Había nacido en Desenzano, en la ribera sur del lago de Garda, el 1º. De marzo de 1474. Pasó una infancia alegre y feliz. Desconocía la pobreza, y sus padres le transmitieron una sana devoción, pero Dios quiso acrisolarla en la llama de los sufrimientos, por eso llamó a la eternidad a sus padres siendo ella muy joven todavía. Con el fin de liberarse de los cuidados terrenos, renunció a su herencia y aceptó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco.
Encontró hospedaje en la casa de sus pariente, donde, por 20 años, como una servidora cumplió con los trabajos más humildes, hasta que sintió la vocación de dedicarse especialmente a los niños. Desde entonces consagró todos sus momentos libres a favor de los jóvenes.
Aunque tenía un carácter más bien serio y oraba casi constantemente al trabajar con sus protegidos, podía platicar alegremente y jugar con ellos. También los niños sintieron la maternidad oculta en su alma generosa y acudieron a ella en toda circunstancia alegre o triste.
Con su carácter vivaz y activo les impartió clases sobre las verdades importantes de la fe y les enseñó canciones religiosas. Sus pequeños protegidos llevaron el espíritu nuevo a sus familias. Muy pronto, junto con los niños, acudieron las madres para recibir instrucción de la maestra.
Angela se fue transformando en el ángel bueno de toda la región del lago de Garda. Su fama se extendió y acudieron a ella personas de toda clase y condición, incluyendo príncipes y sacerdotes, en busca de consejo espiritual.
Angela Merici pudo conocer, a fondo, el bajo nivel moral y la profunda ignorancia religiosa que se abatía sobre amplios sectores de la población.
Como fruto de estas experiencias formó una Congregación religiosa sin convento y sin votos, algo completamente insólito para la tradición de entonces. Aunque Angela ya tenía más de 60 años, fue elegida como primera superiora.
Su obra se consolidó y se extendió rápidamente gracias a su oración, a su inteligencia práctica y a su personalidad auténticamente femenina. Nunca se elevó sobre sus discípulas. Siguió siendo la última y la más humilde, aun cuando tuviera que dar órdenes y castigar.
No le importaba tanto la organización, sino más bien la actitud correcta y el amor. Su bondad no excluía a ninguno de los que venían a solicitar su ayuda. Pero no se conformó con el cuidado de la miseria corporal; siempre buscaba el alma del forastero para unirla de nuevo con el manantial de toda vida.
Por eso su actitud rebasó ampliamente el ámbito social-caritativo, Abrió su comunidad a una dimensión importante en nuestros días, es decir, educar a los jóvenes en las verdades del Evangelio y de la Iglesia.
Angela Merici no vivió mucho tiempo después de la fundación. En el invierno de 1539 la fiebre la postró en el lecho, y falleció súbitamente el 27 de enero de 1540, en Brescia.
En 1807 fue canonizada y su carisma educativo en las escuelas católicas influyó también en América Latina.
“Entre estos adultos que tienen necesidad de la catequesis, nuestra preocupación pastoral y misionera se dirige a los que, en su infancia, recibieron una catequesis proporcionada a esa edad, pero que luego se alejaron de toda práctica religiosa y se encuentran en el edad madura con conocimientos religiosos más bien infantiles; a los que se resienten de una catequesis, sin duda precoz, pero mal orientada o mal asimilada; a los que, aun habiendo nacido en países cristianos, incluso dentro de un cuadro sociológicamente cristiano, nunca fueron educados en su fe, y, en cuanto adultos, son verdaderos catecúmenos.” C. T., n.44.
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