Redacción
Nació Raymundo en Peñafort, Cataluña, en 1175. Inició sus estudios en Barcelona, estudió y se tituló en derecho civil y canónico en Bolonia. Allí mismo se dedicó a enseñar.
En 1219 nuestro santo fue nombrado, por el Arzobispo de Barcelona, archidiácono y canónigo de la catedral. Nadie piense que estos títulos envanecieron su espíritu. En las mencionadas ciudades, su celo, devoción, sencillez y generosidad con los pobres sirvieron de ejemplo al clero de la época.
Los anhelos de perfección que, día a día, se desenvolvían en el alma de Raymundo, lo dirigieron a una vida de mayor entrega a Dios. Decidió, por lo tanto, ingresar en la Orden de Santo Domingo.
Desde aquel momento hasta el final de su vida manifestó el fuego divino que llevaba dentro: la predicación, las innumerables confesiones, la instrucción del pueblo, la conversión de los herejes, judíos y moros, constituyeron otros tantos medios para buscar la gloria de ese Dios que vivía en los más recóndito de su ser.
La Santa Sede le confió la predicación de la Cruzada que debía alejar definitivamente el peligro del islamismo de España y de Europa occidental. Ejerció esta misión con tal prudencia, que Su Santidad Gregorio IX no dudó un momento en llamarlo cerca de sí para confiarle misiones delicadas y elegirlo como su propio confesor.
Ya en Roma, le encargó la ingente labor de compilar y ordenar todos los documentos conciliares y papeles que se encontraban dispersos fuera de la “Colección de Graciano”. Así surgieron las famosas “Decretales”, verdadero monumento jurídico, confirmado por el Papa en 1234. Basta decir que, hasta la formación del Código de Derecho Canónico (1917), fue la mejor colección de derecho eclesiástico y una de las fuentes primordiales del derecho catalán.
En 1238 fue elegido, a pesar de su repugnancia por las dignidades eclesiásticas, superior general de su Orden. Ejerció este cargo con profunda humildad: fomentó entre sus súbditos la disciplina religiosa, la soledad, la regularidad de los estudios, el amor y entrega al apostolado, y a todos precedía con el heroico ejemplo de esas virtudes.
Redactó para su Orden la nueva síntesis de sus constituciones, que fueron aprobadas por el Capítulo general de 1240.
Renunció a su cargo y se consagró, en la última parte de su larga vida (contaba entonces 66 años), a la conversión de los musulmanes. Por esta razón animó al egregio Tomás de Aquino a escribir su Suma contra los Gentiles.
Dios bendijo tantos años de trabajo con la conversión y bautizo de 10,000 moros el año de 1256.
Lleno de años y méritos, el santo entregó su alma al Creador el 6 de enero de 1275. Acababa de cumplir un siglo de existencia.
Los eclesiásticos más encumbrados, los reyes de Castilla y Aragón, los hombres de toda clase de condición, rindieron tributo al sencillo religioso y empezaron a pedir favores a Dios por su intercesión. El Cielo no tardó en dar su respuesta.
La ley en manos de gente mentirosa y venal es manipulada como instrumento de maldad humana. Los fariseos mataron a Cristo “en nombre de la ley”. La ley en manos de santos se convierte en instrumento de orden, justicia y paz para el bien de la Iglesia y de la patria.
Raymundo fue canonizado en 1601.
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