M
ás de mil hondureños rompieron la madrugada de ayer un cerco policial en la frontera de su país con Guatemala a fin de unirse a las alrededor de 600 personas que desde el martes partieron de la ciudad de San Pedro Sula en una nueva caravana que pretende llegar a territorio estadunidense atravesando México. En reacción a este episodio migratorio colectivo, la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, informó que las autoridades mexicanas atenderán con muchísimo gusto
a quienes soliciten asilo o refugio, busquen incorporarse a algún programa migratorio, obtener becas de estudio o deseen ser incluidos en algún programa social, pero de ninguna manera otorgarán salvoconductos
o visas de tránsito
que permitan el avance hacia la frontera norte. Por su parte, el canciller Marcelo Ebrard habría comunicado al gobierno guatemalteco que México hará todo lo que esté en sus manos para detener a la población en movilidad.
La situación reaviva el debate acerca del inédito papel que desde el año pasado nuestro país juega en la política migratoria regional. Durante décadas expulsor a gran escala de personas, en los lustros recientes el territorio mexicano se había convertido en testigo del tránsito de centenares de miles de centroamericanos –principalmente del Triángulo Norte, formado por Guatemala, Honduras y El Salvador– que huían de la violencia y la casi absoluta falta de oportunidades en sus países de origen. Aunque desde el arranque de este fenómeno existió algún nivel de presión de Washington para que México frenara el flujo de extranjeros sin documentación, en los hechos, las autoridades volteaban hacia otra parte y los dejaban en un limbo que los exponía a la doble extorsión del crimen organizado y los agentes migratorios (que, por testimonio de los extranjeros, se volvían difíciles de distinguir).
Todo cambió con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, cuando el comercio bilateral se convirtió en rehén de los caprichos electoreros del magnate y el gobierno mexicano se vio forzado a aceptar el incómodo rol de inspector del estatus migratorio de quienes intentan llegar a Estados Unidos por vía terrestre. Dicho papel de frontera desplazada
ha introducido en México una inocultable tensión entre legalidad y humanitarismo, pues si bien es cierto que ningún Estado permite el ingreso a su territorio de quienes no cuenten con la documentación requerida, también lo es que resulta insensible solicitar tramites costosos y difíciles de adquirir (como lo es la visa mexicana para residentes de Centroamérica) a quienes atraviesan severas penurias e incluso enfrentan amenazas contra su vida.
Más allá de la cuestión de si la actual y las pasadas caravanas son producto de movimientos poblacionales espontáneos u operaciones de grupos con intereses soterrados, sería absurdo poner en duda que quienes abandonan sus hogares para emprender el incierto camino al norte lo hacen movidos por causas de fuerza mayor. Asimismo, parece evidente que cualquier solución sensata a esta problemática pasa por cambiar el énfasis del estatus legal de quienes por diversas causas son expulsados de sus lugares de origen, la primera de las cuales se encuentra en la continuidad del modelo económico diseñado para facilitar la ilimitada acumulación de riqueza a una pequeña élite a costa de la desposesión de las grandes mayorías sociales.
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