D
urante años la opinión pública sostuvo que el único escollo para aclarar las numerosas desapariciones forzadas en México era la falta de disposición de las autoridades. Según ese enfoque, la desidia, el desinterés, la falta de competencia y la probable existencia de intereses creados en las instancias encargadas del tema impedían esclarecer los miles de casos de personas víctimas de un delito –la desaparición forzada– que entrado este siglo ni siquiera estaba tipificado como tal (pasó a serlo en abril de 2001, cuando la figura fue incorporada al Código Penal Federal).
En la actualidad, sin embargo, en una etapa en que a la reinstalación del Sistema Nacional de Búsquedas enmarcado en la ley general sobre desapariciones se le suma el compromiso presidencial de asignar todos los recursos necesarios para llevar a cabo las tareas de búsqueda e identificación, resulta que el problema va más allá de la buena voluntad.
Oficialmente la cifra estimada de personas desaparecidas en el país supera los 50 mil (es un cálculo aproximado, porque el registro nacional que debería contabilizar todos los casos se encuentra en construcción), aunque distintos organismos civiles integrados por observadores, abogados y familiares hablan de una cantidad mucho mayor. Pero con independencia de su exactitud numérica, se trata de un fenómeno que revela la magnitud que esa aberrante práctica delictiva ha alcanzado en la República.
Lo anterior tiene una dimensión ética que nos lleva a preguntarnos, entre otras cosas, cómo se llegó a esa situación, de qué manera las estructuras de la sociedad alcanzaron ese punto de degradación y qué es preciso hacer para dilucidar una situación en la que por un lado hay una multitud de restos humanos sin identificar y por otro una larga lista de nombres a los que miles de familias anhelan tener al menos el consuelo de vincular con un cuerpo al que dar sepultura.
Pero hay también un preocupante aspecto práctico relacionado con el registro nacional de desaparecidos y la justa exigencia de conocer en qué medida el elevado número de cuerpos y fragmentos óseos que se encuentran en las distintas instalaciones forenses del país corresponde a las personas cuya desaparición en algún momento fue formalmente reportada. Se trata del rezago que existe en materia forense, cuya insuficiente capacidad operativa hace que el proceso de identificar los restos recuperados y conservados por las dependencias judiciales pertinentes sea lento y laborioso.
De ahí que a lo largo del año que acaba de terminar se hayan alzado voces enfatizando la urgencia de poner en marcha un mecanismo forense de carácter extraordinario que permita agilizar los trabajos de identificación de cuerpos y partes humanas, a fin de cubrir las necesidades de los organismos de justicia y las familias que tienen a alguno de sus integrantes desaparecidos. Todo ello sin perjuicio de que se trabaje en el diseño y desarrollo de un programa para que, en un futuro no lejano, en el país podamos contar con un servicio forense independiente, funcional y dotado de suficiente capacidad operativa.
Publicar un comentario