E
n la Casa Blanca y en compañía del primer ministro en funciones de Israel, Benjamin Netanyahu, Donald Trump presentó ayer lo que su administración ha llamado en términos grandilocuentes el acuerdo del siglo
, un supuesto plan de paz para poner fin al añejo conflicto israelí-palestino.
A grandes rasgos, la propuesta estadunidense pretende que la comunidad palestina renuncie por completo a sus reivindicaciones históricas y al derecho que le asiste de acuerdo con la legalidad internacional, a cambio de una inyección masiva de recursos económicos, unos 50 mil millones de dólares en 10 años.
Tanto la forma como el fondo dejan claro que el texto presentado ayer no es ni un acuerdo ni un plan de paz, sino una farsa elaborada a la medida de la ultraderecha israelí.
Entre sus despropósitos se encuentran el reconocimiento de Jerusalén como capital indivisible
de Israel; la denominación de éste como Estado judío
–lo que coloca a islámicos, cristianos, drusos y otros en condición de ciudadanos de segunda clase–; el mantenimiento de todos los asentamientos ilegales en tierras palestinas, con la consiguiente fragmentación de las mismas; el control israelí sobre todo el Valle del Jordán, la posibilidad de que en el futuro se establezcan nuevas colonias, y una perversa ambigüedad acerca de los territorios que finalmente quedarían bajo el control efectivo de un eventual Estado palestino.
Por todo lo anterior, el proyecto contaba con el rechazo previo de las autoridades palestinas y fue motivo de repudio generalizado en el mundo árabe y musulmán. No puede ser de otra manera, ante una propuesta que constituye tanto una oferta de esclavitud para el pueblo palestino –el cual quedaría eternamente a merced de la voluntad de Israel para solventar cuestiones tan elementales como el acceso al agua–, como un agravio a la conciencia mundial.
La admisión abierta por parte de Trump acerca de que conocía ese rechazo, así como su chantaje al denominar a su propuesta la última oportunidad que tendrán
los palestinos, exhibe la dimensión de su cinismo. Las nulas posibilidades de que el plan prospere obligan a buscar su explicación en las respectivas agendas electorales de Trump y Netanyahu.
En efecto, con este acto de provocación el primero se asegura el respaldo del poderoso lobby sionista de cara al procedimiento de juicio político en su contra que en estos momentos se tramita en el Senado y a las elecciones de noviembre, en tanto que el segundo recibe un invaluable espaldarazo rumbo a los comicios del mes entrante en Israel, en los que intentará romper el prolongado impasse parlamentario que le ha impedido concretar su relección desde hace casi un año.
No es la primera vez que el magnate se muestra gustoso en azuzar conflictos para apoyar a su aliado en Medio Oriente: un mes antes de las elecciones de abril de 2019 se manifestó en favor de reconocer la soberanía de Tel Aviv sobre los Altos del Golán, territorio sirio anexado de manera ilegal por Israel tras la Guerra de los Seis Días (1967).
Sobra decir que la única solución legal y éticamente aceptable es restituir al pueblo palestino los territorios correspondientes a las fronteras de 1967; esto es, los reconocidos por la comunidad internacional; convertir Jerusalén en capital binacional o colarla bajo un estatuto internacional supervisado por la Organización de las Naciones Unidas (tal como lo determinó el organismo en 1947), y reconocer de manera plena la existencia de dos estados.
Cualquier otro planteamiento es una falsa salida cuyo resultado previsible es un aumento en las tensiones y en la exacerbación de los ánimos palestinos ante el asfixiante colonialismo israelí.
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