Redacción
En la Edad Media se tenía por costumbre muy solemne y significativa que, cuando el rey tomaba parte en la Misa mayor, el sacerdote se colocaba delante de él, encendía una pequeña estopa y pronunciaba estas significativas palabras: “Alteza serenísima, así pasa el brillo del mundo”.
Tanto el rey como el pueblo no veían en esto una ceremonia vacía, sino que lo tomaban como una seria advertencia, que significaba que las cosas eternas no debían ser olvidadas por las cosas pasajeras.
Desde que los normandos, apoyados en su espada, gobernaban Inglaterra, la buena relación entre Estado e Iglesia se enturbió sensiblemente. En forma altanera y cruel, proclamaron sus reyes el derecho de autoridad también sobre la Iglesia, se apoderaron de las instituciones eclesiásticas y dominaron a los obispos, abades y sacerdotes.
Enrique II buscó la misma meta por medios más astutos que la fuerza bruta, porque estaba de acuerdo con la idea de sus antecesores de que la Iglesia debía doblegarse bajo el yugo del Estado.
Tomás Becket provenía de la clase media y, por su talento e inteligencia, subió paso a paso, de estudiante de derecho, a tesorero de la ciudad de Londres; de secretario del arzobispo Teobaldo de Canterbury, a archidiácono de la Iglesia en Inglaterra, hasta llegar a canciller del reino.
A pesar de la suntuosidad de su tiempo, vivió en forma sencilla y sin pompa; cualquier campesino era bien recibido por él. Enrique II depositó toda su confianza en el canciller. Como el rey se encontraba a menudo ausente de Londres, Tomás Becket era el que en realidad gobernaba.
Muchas construcciones magníficas evidenciaban su gusto y su espíritu emprendedor. El rey le confió incluso la educación del sucesor al trono. En aquel entonces la casa de Tomás Becket era el centro de reunión de la juventud intelectual inglesa.
Sin tomar en cuenta los serios cargos de conciencia de Tomás Becket, el rey lo nombró, en 1162, arzobispo de Canterbury y primado de Inglaterra, ya que lo veía como una dócil herramienta. Tomás Becket no quería ni podía servir a dos amos. Así como fielmente había representado las cosas del rey, ahora luchaba constantemente por los derechos de la Iglesia. Desde su ordenación como sacerdote y su consagración como obispo, había cambiado totalmente.
Enrique II pronto se dio cuenta de que sus cálculos habían fallado. En la reunión de Clarendon, el año 1164, las controversias entre Estado e Iglesia se hicieron invencibles. El arzobispo no aceptó los privilegios del rey en relación a la Iglesia, y el rey lanzó públicas amenazas en contra del arzobispo.
Pocos días después le llegaron al prelado multas arbitrarias y noticias de que se había preparado un atentado en su contra. Pudo huir a Flandes, en donde vivió en el convento de Pontigny como fraile sencillo, buscando los trabajos más humildes.
La venganza del rey fue tremenda: confiscó todos los bienes del arzobispo, desterró a sus parientes, amigos y empleados, y a los católicos sin pastor les hizo daño como un lobo furioso. Después de seis años, aparentemente el rey aceptó una reconciliación con el arzobispo y lo invitó a regresar a su sede en Canterbury. Tomás Becket regresó a su catedral, pero fue asesinado por gente pagada por el rey, dentro del sagrado recinto, el 29 de diciembre de 1170. Tres años después el arzobispo mártir fue declarado santo.
Más tarde el rey apóstata y adúltero, Enrique VIII, asesino de Tomás Moro, del cardenal Fisher y de muchos otros valientes católicos, hizo destrozar la tumba de Tomás Becket, pero aún así en toda la Inglaterra católica la veneración del mártir se propagó, y se extendió con razón en la Iglesia universal.
Apresurémonos, pues, todos juntos, en actuar de modo que la ira de Dios no caiga sobre nosotros como sobre pastores ociosos y negligentes; que no seamos considerados como perros mudos, demasiado débiles para ladrar; que no se haga mofa de nosotros… En verdad, si ustedes me escuchan, estén seguros de que Dios estará con ustedes y con todos nosotros, de todas maneras, para mantener la paz y defender la libertad de la Iglesia. Si no me escuchan, que Dios juzgue entre ustedes y yo y que les pida cuentas a ustedes de la confusión de la Iglesia… Pero he guardad en mi pecho esta esperanza: que aquel que lleva en sí a Dios no ha de estar solo. Si cae no será destruido, pues el propio Señor lo sostendrá con su mano”. Tomás Becket, Carta a todo el clero de Inglaterra.
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